Acabo de leer la novela de Juan Manuel Torres, Didascalias, que publicó la editorial ERA el mes pasado. Debo confesar que me produjo reacciones contradictorias (con lo cual, seguramente, estará más que satisfecho el autor). Al principio me pareció realmente extraordinaria, de una sutileza y profundidad que se encuentra muy pocas veces, muy actual, además, tanto por sus temas como por sus actitudes. Más adelante comenzó a desdibujarse la novela, intencionalmente, hasta terminar en una olla podrida en que cualquier personaje era cualquier otro - Penélope o Ulises o Juan Manuel Torres, o usted, querido lector, eran intercambiables - y se ofrecía un número infinito más uno de soluciones. O Sea, que el libro tiene muchos puntos de contacto con otros, como Rayuela, La obediencia nocturna, o Cumpleaños, para no salimos de la literatura latinoamericana.
¿Qué se intenta con este procedimiento, que consiste en decir Fulano igual a Mengano, igual a Perengano; lo que sucedió y lo que no sucedió y lo que pudo suceder son igualmente ciertos? Por una parte echar por tierra la lógica tradicional, o más bien, reconocer que tiene un campo limitado, y que no basta para rendir cuentas del devenir humano. Por otra se implica la tesis de que cualquier hombre particular no es sino el fruto de sus circunstancias, es la respuesta a sus circunstancias producida por sus circunstancias mismas, que no hay bien ni mal, verdad ni mentira; la identidad individual se esfuma y junto con ella la moral, la biografía, la historia, la posibilidad de conocer algo y de ser alguien. En el libro de Torres, además, se dice claramente que lo único que hay son situaciones, con lo cual, si no me equivoco, se acerca al estructuralismo.
Este es, al parecer, el sentido de la novela de Torres. Su manera de expresarlo, de ponerlo en palabras, descansa sobre una idea que en el fondo es una trampa; la idea de la obra abierta. Se le ofrecen al lector los ingredientes de la novela, y se le invita a escribirla en su cabeza. Pero, qué no hay aquí un equívoco? De hecho, toda obra es abierta, porque siempre se le interpreta de acuerdo con los conocimientos, experiencias, manías, convicciones, puntos de vista, de cada lector. En rigor cada lector escribe de nuevo la obra que lee. Y esto aunque el autor no se lo proponga, e incluso trate conscientemente de eliminar esta posibilidad, como Salvador Elizondo en Retrato de Zoé.
¿Qué pasa entonces cuando el autor hace lo que Torres, y le ofrece descaradamente (buena actitud) un montón de personajes, y una serie de posibilidades, y lo invita a escoger? En realidad lo que hace es comprobar algo, y poner en práctica una teoría, y en esto radica el valor de la novela, pero éste es un procedimiento que no se puede seguir más que una sola vez. Hacer lo mismo de nuevo sería repetir la misma novela con otros nombres. ¿Ir más allá? ... Entonces el paso siguiente es que los escritores tomen todas sus notas, sus apuntes, sus diarios, sus recados, sus fotografías, y los metan en una caja, y la editen. Los libros serían cajas llenas de ideas y recuerdos, pequeños desvanes en miniatura. ¿Pero entonces para qué queremos al autor? Si el lector va a hacer todo el trabajo, no necesita de ideas y recuerdos ajenos, los suyos le bastan.
O sea que asistimos a un nuevo intento de acabar con la literatura. Afortunadamente, con lo que ya está escrito y publicado, desde el Libro de los Muertos de los egipcios para acá tenemos para rato, de manera que no importa, acaben con ella si quieren. A mí, por mi parte, me tiene sin cuidado.
En rigor, la novela es un perfecto silogismo (poético, por supuesto). Tiene una estructura coherente, que muestra o demuestra lo que se propone mostrar o demostrar. De manera que si acaba en la total confusión, está clarísima. Mi principal objeción, una vez aceptada la premisa del procedimiento y la intención, es que resulta abstracta y descarnada. En efecto, los personajes no son más que nombres, jamás los conozco lo suficiente como para que me importe en lo más mínimo lo que les pasa; además, si de pronto Ulises se convierte en Alfredo, o Alfredo en Juan Manuel, para que esto me afecte es necesario que distinga antes a Ulises de Alfredo y de Juan Manuel, que sean para mí personas identificables... pero esto, por supuesto, sería caer en la novela psicológica o de personajes, que se supone agotada... la nueva teoría novelística le concede toda la razón a Juan Manuel Torres. Sin embargo yo, cuando leo una novela, no pienso en las teorías. Sólo se que me interesa, o no me interesa, me importa, o no me importa, la entiendo, o no la entiendo, o no me importa entender porque me interesa. Y, como lector, afirmo que en la última parte del libro muchas veces no me daba cuenta de lo que estaba leyendo, porque los personajes no me importaban. Se volvió un procedimiento mecánico, que pudiera haber seguido siempre. Con lo cual le doy nuevamente la razón a Juan Manuel Torres, ya que el epígrafe de Didascalias tqzsl:
Nos hallamos totalmente conscientes del significado de nuestro credo, o sea que el principio de una novela es y debe ser casual y que su fin puede y debe ser retrasado lo más posible; de ninguna manera es válido decir que una novela lleva implícito un fin determinado; sólo el cansancio o la muerte del autor lo provocan............ Albert París
Gütersloh, Autor und Werk.
En suma, la primera parte de Didascalias me gustó muchísimo, me interesó, me importó, la leí con verdadero placer, si más tarde me gustó menos, hay que reconocer que de todas maneras cumple con la intención del autor, y que al terminar el libro hemos llegado al final de un silogismo poético perfectamente congruente.