"La literatura japonesa", de Donald Keene (Breviario del Fondo de Cultura Económica, 1956, recientemente reimpresa), es la prueba de que sí se puede - aunque parezca imposible - escribir una historia de la literatura que sea amena, legible y recordable.
El pequeño volumen de Donald Keene es un modelo de lo que debería de ser toda historia de la literatura. Cuando cerramos el libro, después de leer la palabra fin, recordamos, cuando mucho, dos o tres nombres, quizás ninguno, pero en cambio tenemos una idea bastante clara de lo que es la literatura japonesa, y de su evolución a través de los siglos.
En el capítulo dedicado a la poesía, en lugar de darnos páginas y páginas de nombres de poetas, títulos de obras, y fechas que sólo una computadora podría recordar, Donald Keene reproduce dos o tres poemas enteros, los analiza detenidamente, compara entre sí algunas de sus características, nos da una idea del ambiente en que se escribieron y los motivos a los cuales respondía originalmente su peculiar formalismo. Después de terminar este capítulo reconocemos, tenemos claramente identificada la idiosincracia de la poesía japonesa. Sabemos como funciona una renga o poema colectivo compuesto de estrofas encadenadas, o que el haikú es una de las formas poéticas más sutiles y más rigurosas de la literatura universal. Y nos hemos dado cuenta de que hay valores literarios de capital importancia que no tienen nada que ver con la originalidad... En Japón, si a un poeta famoso se le acusara de copiar a otro, a veces algunos siglos anterior a él, se reiría regocijado, diciendo "¡Claro que sí!", porque un matiz ligeramente diferente, una alusión nueva, hubiera bastado para hacer del suyo un poema propio, y a veces tan preciado o más que el "original".
Lo mismo sucede con el capítulo que se dedica a la novela, y con el que se dedica al teatro. Al terminarlos quizás no sabremos muchos nombres pero sí sabremos lo que está pasando, y lo que ha pasado en distintas épocas en la novela y en el teatro japonés.
Si comparamos este breve volumen con casi todas las historias de la literatura salta inmediatamente a la vista la diferencia. Comúnmente, el historiador se angustia, pensando que si omite algún nombre estará cometiendo una injusticia o, peor todavía, que se pensará que lo omite por ignorancia. Sólo se puede dar el lujo de omitir los nombres y títulos que literalmente ya no caben en el espacio de que dispone. El resultado es que tiene que reducir sus comentarios al mínimo, que sus comentarios generalmente son opiniones o juicios de valor, o comparaciones, pero que rara vez es el testimonio, lisa y llanamente, de su reacción ante la obra. Y casi nunca dice algo que valga la pena saber acerca de la obra misma. Es más, el que quiera enterarse en qué condiciones vivió y escribió el autor en cuestión, tendrá que recurrir a una hemeroteca, o a una biografía, si es que la hay. Casi nunca se nos da el contexto social, histórico, político, económico de la obra - y es innegable que en muchos casos nos ayudaría a comprender mejor, si no la obra literaria misma, sí la evolución de la literatura de la cual forma parte. La historia de la literatura típica es una serie ilegible de nombres, fechas de nacimiento y muerte, títulos de obras con sus fechas de publicación, con alguno que otro comentario que, por estar enterrado en todo ese fárrago de datos inútiles, nadie lee, y si lo lee, no lo recuerda.
Lo peor del caso, quizás, no es que las historias de la literatura sean malas, sino que los cursos de literatura obedecen al mismo sistema. Es poco frecuente el maestro que les exige a sus alumnos que lean las obras que se elogian tan desmedidamente en clase. Y a la gran mayoría de los alumnos les basta con tener noticia de que los libros están allí, en la biblioteca, y que podrá leer tal o cual obra el día en que se lo exijan para un examen. Pero leer para un curso de literatura? Cambiar impresiones con el maestro acerca de algún libro en particular? Discutir las reacciones personales ante un paisaje? Pensar un poco? En todo caso es lo excepsional, y lo común es tomar nota de nombres, fechas, títulos, y - con objeto de acomodarla de alguna manera en el examen - de alguna opinión del maestro acerca de los autores "estudiados".
La "Literatura Japonesa" de Keen, que más parece un ensayo que una historia de la literatura japonesa, debería ser tomada como modelo tanto por los historiadores como por los maestros de literatura. Si lo hicieran podrían hacer incalculablemente más provechosa, más viva y más importante su labor.