El último juglar...

El gran escritor, el escritor indispensable, es el que conserva en su memoria la memoria común, la fija, la convierte en libros que se reeditan a perpetuidad y se traducen a otras lenguas para que también se nos conozca en otros países, aunque sea de segunda mano. Se nos admire e inclusive se aprenda de nosotros a través de la traducción.

Arreola me deslumbre desde que Graciela de la Lama me prestó Varía Invención al enterarse de que yo, recién llegada del desierto cultural que era entonces Monterrey, no lo conocía. Al leer entonces aquellos cuentos me percaté de que la belleza comprimida en palabras no era sólo un don de la poesía. La claridad, la precisión, el respeto a la palabra, lo que ocurre detrás de lo que se dice, los planteamientos éticos y estéticos en que abundan los cuentos de Arreola, me entusiasmaron. No pasó mucho tiempo antes de que tuviera el privilegio de conocerlo y de gozar de su conversación y de sus enseñanzas.

Más tarde apareció La Feria. Esta novela arrebata al lector y lo lleva hacia adelante casi sin respirar, atravesando el terremoto y la labranza y la historia local, hasta dejarlo pasmado, al final de la fiesta del pueblo, ante las andas tambaleantes sobre las cuales avanzan las imágenes religiosas, iluminadas por fuegos artificiales, mientras debajo, en la oscuridad, jadean los campesinos borrachos que las cargan... imagen que presenta de un brochazo la situación de tantos campesinos mexicanos cuya debilidad y tradiciones han sido explotadas sin piedad desde que tengo uso de razón hasta la fecha.

Las Memorias de Arreola desplazaron por lo tanto, a cualquier otra lectura desde el momento en que las pude comprar. Publicadas por la Editorial Diana en agosto de 1998, están redactadas a partir de conversaciones grabadas por su hijo, diarios, correspondencia propia y ajena y otros documentos. Como es natural dada su larga vida, pueden señalarse lagunas, incoherencias y contradicciones que son el resultado de puntos de vista cambiantes y reticencias inevitables. Los largos trechos en que recuerda sus primeros amoríos, se vuelven algo pesados, ya que se repite una y otra vez la misma situación y se desemboca en el mismo desenlace, como en una novela rosa sin final feliz. Pero incluso estos relatos vienen entreverados con tantas vivencias, no sólo en la capital sino también en Guadalajara, Manzanillo y Mazatlán, que su lectura resulta rica y muchas veces regocijada. Enterarse de las vicisitudes del teatro, primer amor de Arreola, y del teatro por radio, hace romper en carcajadas tanto al lector como a los personajes. Además, gracias a sus reminiscencias podemos ver por fin a Villaurrutia, no sólo como poeta sino como director de teatro y autor de guiones, algo que lo vuelve de carne y hueso, y no un ser mítico y fabuloso que escribió un delgado, irrepetible volumen de poesía sin igual ni rival.

El hecho es que los nombres famosos se barajan, y los hechos históricos se entremezclan con los recuerdos de Arreóla, y no sólo Villaurrutia, sino también Pita Amor, Usigli, Azcárraga, el Indio Fernández, Carlos Fuentes, Antonio Alatorre, Luis Echeverría, Joaquín Diez Cañedo, García Lorca, la guerra civil española, la embajada mexicana en París, la Cuba de Castro, etc. etc., son vistos desde cerca y desde ángulos muy distintos al que pudiera esperarse.

En cuanto a Arreola, aunque pasó cual ráfaga por tantos lugares, vivió siempre con un pie en Zapotlán, otro en la ciudad de México, la punta del dedo gordo en Guadalajara, y la cabeza llena de libros, películas y paisajes sin fronteras...

Es una lástima que se dedique tanto espacio a su papel como editor y colaborador de revistas. Las historias de las revistas literarias se repiten, más o menos, con variantes poco diferenciables: falta de dinero, nombres que luego se vuelven famosos, adhesiones políticas, criterios de calidad sin concesiones, vida precaria y casi siempre corta. A mí me importaría mucho más, por ejemplo, saber cómo fue que dejó a un lado la poesía - de la cual, por cierto, está llena su prosa - cuándo fue que leyó por primera vez a Borges, y por qué no publica la carta, que yo vi en sus manos y me dejó leer, en que Julio Cortázar le dice que aprendió a escribir cuento leyéndolo a él.

También extraño alguna descripción de la gran sala del departamento en que lo conocí, en donde ocupaba el lugar central una enorme mesa de ping-pong y había, apoyadas contra las paredes (desprovistas de sofás, mesitas, lámparas, sillones y demás fruslerías) torres y torres de libros a medio encuadernar, ya que era la época en que editaba Los Presentes, en que se dieron a conocer Elena Poniatowska, Carlos Fuentes, Marco Antonio Montes de Oca y tantos más.

Pero quizás lo más novedoso para mí fue enterarme de que, aunque para él el valor de la literatura no se ve afectado por la posición política del autor, Arreola mismo sí tuvo, en los momentos clave, una posición política que le costó muy cara en cuanto a su prestigio literario. A mí personalmente me consta que en la época en que lo conocí le rechazaron no uno sino los tres textos que envió entonces a la Revista de la Universidad; más tarde he podido comprobar que varias generaciones de lectores no han oído hablar de La Feria, que me parece una novela magistral. Rosario Castellanos también alude en su correspondencia publicada a hechos muy semejantes, que apuntan a una división tajante entre los grupos y mafias literarias de México. Tal parece que a cada momento le preguntan al escritor: "¿Con quién te vas, con melón o con sandía?", y tiene que escoger, y pagar el pato si se equivoca, ya que el eclecticismo no es bienvenido.

En el fatídico año de 1968, tuvo una parte importante, y no sólo decorativa, en el movimiento estudiantil. Como confiesa, siempre ha sido adicto a las causas perdidas, entre otras la república española de cuyo éxodo tanto se benefició México, la Cuba revolucionaria, a la que viajó invitado por el gobierno de Fidel Castro, y el movimiento estudiantil, del cual habla con una elocuencia y concisión ejemplares, negándose a avalar las teorías según las cuales se trataba de una ola popular artificial, dirigida por fuerzas extrañas. Quizás su aportación más valiosa respecto al tema sea que cita algunos de los volantes repartidos por las brigadas estudiantiles, muchos de los cuales conserva todavía. Al identificar además la forma y el sitio en que llegaron a sus manos, los ha devuelto, como quien dice, a la vida.

En El Ultimo Juglar, Arreola se confirma, no sólo como escritor y maestro de su oficio, sino como depositario de la memoria de su pueblo, un ojo que mira con la mayor claridad posible lo que lo rodea, un oído atento, y una voz capaz de contar, aunque sea a una grabadora, lo que oyó, lo que vio.