Vivo en Londres... me he encariñado con Nueva York, más por las maravillosas amistades que he adquirido allí que por sus espectáculos, vistosos pero, por lo general, mediocres (de los cuales, en cuanto a la calificación de mediocre, excluyo tanto el parque central como la belleza impulsiva de sus rasacielos apiñados ... recuerdo un México, D.F. con bancas y árboles en el Zócalo, con palmeras majestuosas y eucaliptos soñolientos y camellones cuajados de rosales y tapizados de pasto en lugar de bólidos de cuatro ruedas en sus anchas avenidas... conozco incluso un Berlín disminuido, triste sombra de sí mismo que atesora aún la calidad humana de sus cosmopolitas pobladores, descendientes de exiliados y por lo tanto más cultos y abiertos que el resto de los alemanes que, en general, tienden a la reglamentación y al temor conservador...
Nada se compara con París.
Cada quien, supongo, tendrá su propio París, ya sea totalmente imaginario, hecho de ilusiones nacidas de tarjetas postales, de la lectura de libros diversos, la contemplación de películas,, o de reproducciones de obras de arte exhibidas por primera vez en París o atesoradas actualmente en sus museos, o bien fruto de su propia exploración, su propio encuentro con posibilidades que, naturalmente, cambian con cada persona. Confieso, por ejemplo, que hasta la fecha nunca he conocido un cabaret parisino, aunque me había propuesto seriamente acceder a esa experiencia en este último viaje. En cambio las calles, o más bien las avenidas de París, su blanca arquitectura, tan ligera y elegante, tan grandiosa y discreta al mismo tiempo, me ha enamorado desde el primer encuentro deslumbrante. Me enamora un imperialismo de buen gusto, una capital del mundo que sabe retirarse visualmente, dejando espacio al cielo, al pasto, a los jardines, a los transeúntes que saben gozar de lo que miran, y tenderse a veces en el pasto, o conversar, bromear, guardando casi siempre las distancias, pero no demasiado.
Esta última impresión se la debo, seguramente, no tanto a viajes anteriores, sino a un reciente día fuera de serie, asoleado, no sólo tibio sino amablemente veraniego, en que yo y mi "compañero" (como se llama ahora a los maridos, novios o amantes) nos dimos el lujo de almorzar en la hierba de los jardines de las Tullerías, a medio camino entre el Louvre y la Plaza de la Concordia, en un día en que la mitad de los oficinistas franceses se habían
declarado en deliciosa huelga para gozar del sol sobre la misma hierba. Mientras me entrevistaba yo con una "agente literaria" francesa - que me confesó de inmediato que sólo le interesaban los cuentos, y no la poesía, pero que me cayó muy bien, y que quizás me convenza de que lo mejor es escribir cuentos, ya que la poesía no se vende, es más, ni siquiera se publica, ni en México ni en Francia - mi "compañero" se dio vuelo en las tiendas de comestibles del barrio de Montmartre comprando toda clase de quesos (petit chévre, camembert, gruyere, etc.), aguacates rellenos de ensalada de jaiba, rebanadas de salmón decoradas con olanes de mayonesa y coronadas de aceitunas, rollos de jamón enfundados en gelatina, patés, ensaladas, pan y mantequilla, a precios irrisorios. Y, para celebrar algo muy especial, el placer de estar juntos, solos y desocupados, algo bastante excepcional en el agitado mundo que vivimos, compró además una helada botella de champaña que destapamos con gran estruendo sobre el pasto de las Tullerías, para regocijo y risa y aplauso de quienes nos rodeaban.
Días antes habíamos visitado el Louvre. No hacía mucho, recuerdo, que en Londres, en una conversación con amigos ingleses supuestamente enterados (ella trabaja en el museo Courtaukl y es escultora) había yo oído comentarios despectivos: "El Louvre... ¡Qué lástima! ¡Todo empolvado, todo amontonado, qué desperdicio!"
Como dicen las Sagradas Escrituras, que por algo son sagradas, "Hay quienes tienen oídos y no oyen, ojos y no ven". Yo debo tener, o bien los oídos y los ojos despejados, o una imaginación creadora que raya en la invención. Pero no, la memoria, cuando no es alucinación pura, es un término de referencia que puede valer como confirmación ... si, en buena lógica, no me equivoco. Tenía más de diez años (desde mi primera visita a París) de no visitar las mismas salas del Louvre, y sin embargo me dirigí sin vacilar (como por instinto, ya que había olvidado por completo lo que esperaba ver) a las mismas piezas, en las cuales vi de nuevo, como si lo viera por primera vez, lo visto más de diez años antes. En los desordenados sótanos en que se atesoran, polvosamente, es cierto, algunas obras griegas entre las cuales se cuenta la Venus de Milo, ubiqué, en cuestión de segundos (junto a una columna, como descuidada) a la Venus de Cnido de Praxiteles, más hermosa todavía que la de Milo. Al menos a mí la de Cnido me parece más sugerente... tierna y delicada, espiritual y física al mismo tiempo; la conmemoración del descubrimiento del cuerpo humano femenino, con su delicado paisaje palpitante de colinas y valles de piel.
En la misma sala recuerdo otras dos esculturas que tienen la misma insustituible individualidad de las obras maestras del arte griego: una de ellas el retrato, de cuerpo entero, de un sátiro paternal, falus retractus, con su hijo en brazos. El padre tiene la mirada absorta enteramente en la contemplación de su hijo, con el cual está en el acto de jugar, botándolo en el aire a la altura de sus hombros... y el deleite privado que no acaba de expresarse en una sonrisa se fija para siempre en el recuerdo de quien lo ha observado. Y es de suponerse que muchos franceses lo han observado, ya que hay una reproducción de esta estatua en los jardines de las Tullerías, a unos dos o trescientos metros del original, y otra en los jardines de Versalles, y quizás muchas más que no conozco.
La tercera pieza inolvidable de este polvoso y desordenado sótano del Louvre en donde se acumulan estatuas griegas sin respeto alguno (no como en otros grandes museos, con debido decoro, iluminación, limpieza, carteles y silencio) fue la de un atleta o guerrero, en el acto de lanzar una jabalina o asestar un golpe con su espada (el acto preciso no importa.) Allí la tensión de los músculos, la armonía escueta del movimiento, la concentración mental del acto, lo eran todo; aunque sería un error olvidar la perfección, la belleza física de un cuerpo masculino tan depuradamente funcional. Pero lo más importante, o, al menos, lo más indispensable, era el rostro, la expresión de los ojos, fijos y como envueltos en la meta, la total entrega al momento mismo en que estaban puestos no sólo todos los músculos, sino todos los sentidos del atleta o guerero. Era el retrato de un hombre olvidado de sí mismo, entregado totalmente a su quehacer.
En el momento de verla no pensé en nada sino en lo que estaba viendo: una estatua a la cual era casi sacrilegio llamar estatua, porque no era eso, era algo más vivo, más real, más permanente y humano que una "estatua". Poco después recordé un poema de Auden sobre los hombres que aprenden un oficio y se absorben totalmente en él, olvidándose de todo lo demás, pero ahora recuerdo algo que viene todavía más al caso, la obra de S0ren Kierkegaard "Pureza de corazón es querer una sola cosa", en la cual se habla de una simplicidad, una univocidad, una sinceridad, que en esta estatua griega parecen espontáneas e inconscientes. No recuerdo si la estatua en cuestión es o no copia de un original de Praxiteles o de algún otro escultor igualmente legendario, y la verdad pienso que, habiendo visto lo que vi en ese amontonado y empolvado sótano del Louvre, poco importa si la estatua era de mármol o de granito, de Praxiteles o de algún copista, o si Praxiteles mismo existió o si nos ha llegado alguna de sus obras. Se que en ese sótano vi a Grecia. Que la vi mejor, quizás, que en Londres, en donde los mármoles de Lord Elgin campean gloriosos, indiscutibles, pero sin el factor de lo inesperado, sin la gracia, la humilde humanidad, la espiritualidad del instante, de las esculturas que están en el Louvre... arrumbadas, ciertamente, pero más asequibles a una mirada personal. Y eso que la gloriosa Victoria de Samotracia, que antes nos esperaba en el descanso de la escalinata bifurcada, acogiéndonos con sus enormes alas, está ahora oculta tras bambalinas, en espera de obras "modernizadoras" que la dejarán, tal vez, muy limpia, enteramente libre de polvo, bien iluminada, aséptica y majestuosamente inaccesible, lista para ser vista por rebaños de turistas que llegan al Louvre pastoreados por agencias de viajes, con su tiempo ya desde antes repartido entre la Mona Lisa y la Venus de Milo, y, tal vez, alguna tela de Rubens o David, y que se irán muy satisfechos de la magnificencia de las escaleras, del decorado, de la limpieza de los baños, y hondamente impresionados por el hecho de haber visto con sus propios ojos a la Mona Lisa y a la Venus de Milo durante algunos minutos mientras les explicaban en unas cuantas frases bien estudiadas y repetidas hasta la saciedad, ías virtudes estéticas de las obras que contemplaban.
(Artículo escrito hacia 1973 y enviado para su publicación al periódico Uno más Uno)