Variaciones sobre el amor

Las novelas, la poesía amorosa, las películas románticas, las canciones populares y, sobre todo, las aspiraciones de la familia nos educan desde la infancia a esperar lo imposible del amor y nos inculcan una idea de lo que debe ser el objeto amoroso. De alguna manera añaden a la inevitable atracción sexual de los adolescentes el deseo del amor perfecto, el temor a la separación o pérdida del ser amado, la ilusión de eternidad y, por otro lado, la exigencia de perfección en la amada o el amado, y la desilusión cuando se constata que no es precisamente el dechado de virtudes del cual se había enamorado. Y sin embargo, por debajo, persiste la esperanza y sigue la búsqueda del amor verdadero, el amor con mayúscula.

En la novela de Juan Vicente Meló, "La obediencia nocturna", una de las más importantes que se han escrito en México, el personaje principal persigue desde la infancia a Beatriz (la que hace feliz), que siempre, en el último momento, se le escapa para presentarse de nuevo fugazmente bajo otra apariencia, en otra edad y en otras circunstancias. En el capítulo final la busca desesperada e interminablemente entre las sombras y arbustos del Paseo de la Reforma, llevando en la mano, como prueba de su existencia, la zapatilla de cristal que Beatriz ha dejado caer en su huida.

La persecusión del amor que nos dará la felicidad perfecta, el cielo en la tierra, es algo más que un mito creado y recreado por la literatura desde Homero, Platón y Dante hasta la fecha. Es, al parecer, una aspiración permanente del ser humano, un ingrediente inseparable y disfrazado con la máscara del misticismo en la vida conventual, el deseo instintivo de todo novel enamorado y, con más razón, de toda niña incauta que se enamora perdidamente por primera vez. Todos ellos desean, buscan, se imaginan la perfección en el otro, el perfecto complemento de sí mismos, el espejo alucinante que confirma su propio ser y vuelve resplandeciente al mundo.

En la película "Shakespeare enamorado" se logra un contrapunto perfecto, en donde el ideal y la realidad se contradicen sin oscurecerse. Una heredera joven y bella se disfraza de hombre para poder hacer teatro, pues en los tiempos de Shakespeare los papeles femeninos se encargaban a adolescentes bien parecidos. Al leer en voz alta las palabras de Julieta se enamora del autor quien, a su vez, se enamora de sus propias palabras y de la falsa Julieta de verdad... Jugándose la vida realizan su amor en el lecho esa misma noche pero, aunque ellos desean prolongarlo para siempre casándose, entra en escena la reina y los separa para siempre. Pero el amor los une eternamente, como indica el mismo Shakespeare al decir en voz alta el soneto donde le anuncia a su amada que sus palabras la salvan de la muerte, será siempre bella, joven y amada, a través de los siglos. Mientras haya lectores leerán sus palabras y sentirán nuevamente el amor eterno que inspiró al poeta. Amor eterno que nos describe Quevedo en su soneto "Amor constante más allá de la muerte":

Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra, que me llevare el blanco día; y podrá desatar esta alma mía hora a su afán ansioso lisonjera; mas no de esotra parte en la ribera dejará la memoria en donde ardía; nadar sabe mi llama el agua fría, y perder el respeto a ley severa; alma a quien todo un Dios prisión ha sido, venas que humor a tanto fuego han dado, medulas que han gloriosamente ardido, su cuerpo dejarán, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado.

Pero la eternidad, el ideal, pertenecen al mundo del arte, no al de la vida. Cuando se desciende de las nubes y el enamorado se enfrenta al amor cotidiano, unavez logrado su propósito primero, poseer físicamente al amado o a la amada sin sobresaltos y en forma permanente, el amor se convierte en algo diferente. En unaprendizaje. Un comenza a cambiar, a adaptarse a la realidad del otro y del nuevo escenario que hay que enfrentar todos los días.

¿Qué se espera del matrimonio? En cuanto a los novios el matrimonio es el final feliz, la coronación del amor. Ya no tendrán que esconderse para besarse y acariciarse. Pueden hacerlo todo el tiempo si se les da la gana. ¿Tener hijos? Sí, claro. Es posible que también quieran tenerlos pero ese no es el principal motivo que tienen los jóvenes para casarse. El deseo de tener hijos es más bien propio del hombre maduro, que desea, a falta de otra eternidad, perpetuarse en un doble de sí mismo. La mujer también puede desearlos. Probablemente con el fin de educarlos a su propia imagen y semejanza y la de sus padres. Los padres lo que desean es perpetuarse mediante el nuevo matrimonio que les dará nietos, que comprobarán su éxito como educadores siempre y cuando repitan sus modelos de vida.

¿Y cómo se prepara a los niños y jóvenes de ambos sexos, ya no para enamorarse, sino para vivir en común sin destrozarse? Cuando menos hasta hace poco no se les preparaba en absoluto. Se les ocultaban los hechos más simples de las relaciones entre los sexos, mientras se les embutían ideales imposibles por vías inesperadas.

En las familias católicas, por ejemplo, se les separaba rigurosamente desde la primaria en "colegios" o "institutos" para varones o para niñas en donde se impartía una educación "religiosa". Si las niñas se resistían a la vida conventual, la que se consideraba más perfecta, se les aleccionaba respecto de sus futuros deberes con sus futuros esposos e hijos y se les enseñaba, cuando mucho, a cocinar y a trapear, como preparación para el matrimonio. Las revistas femeninas, los anuncios y las amigas mayorcitas les enseñaban a pintarse, a peinarse y a vestirse. Por otra parte, la imagen repetida de la Virgen María, las loas continuas a ésta, la pertenencia casi obligatoria a "Las hijas de María", remachaban en la niña púber que ansiaba tener un novio para poder lucirlo y enamorarse, la necesidad de la virginidad... algo de lo cual, a pesar de haber oído la palabra virgen tantas veces, muchas jovencitas educadas en colegios y por monjas no sabían exactamente a qué aludía, puesto que las clases de anatomía se saltaban cuidadosamente la ilustración y estudio de las partes inmencionables de la mujer y del hombre. Lo que se lograba muchas veces, quizá sin quererlo, era infundirle pánico de lo desconocido. (Curiosamente, de acuerdo con la tradición hebraica, es la mujer quien le ofrece la manzana al hombre, tentándolo con el conocimiento de lo prohibido, y no, como sucede en la realidad, Adán el que seduce la mayoría de las veces a una Eva ingenua.)

Los hombres no sufren este tipo de castración mental. Inevitablemente conocen al menos su propio sexo, si no el de la mujer. Su aprendizaje de las relaciones sexuales suele ser imperfecto, prematuro y completamente alejado de la idea del amor. ¿Cómo negar que en muchos casos la preparación para el matrimonio es más bien una desinformación intencionada?

Pero tampoco puede negarse que tenemos una experiencia directa de lo que es el matrimonio mucho antes de llegar al altar. La forma como nuestros padres se tratan mutuamente (con tolerancia amistosa, con frialdad y odio resignado, con súbitas explosiones seguidas de arrepentimiento, a golpes, a regañadientes y miradas fulminantes o con besos y abrazos que no ocultan, con ausencias prolongadas o definitivas) todo esto nos prepara y alecciona diciéndonos: esto es el matrimonio.

Por algún motivo el hombre suele ser el más fuerte, el que se impone, ya sea tiranizando a la familia, o huyendo de ella y formando otra. La mujer es la destinada por la sociedad a sacrificarse por los hijos, resignándose a todo, pues la buena educación le inculca un sentimiento de responsabilidad y, por lo tanto, de culpa, del cual la mujer difícilmente se escapa. Se siente responsable del mal humor del marido, del mal comportamiento de los hijos, de los malos pasos de las hijas, hasta de la salud misma de toda la familia. Y si el marido desaparece, es ella quien se enfrenta a los problemas de supervivencia, ya sea poniendo un negocio o trabajando de lo que se pueda. En cuyo caso se siente culpable de haber escogido un mal marido.

Pero la abnegada esposa mexicana no lo es del todo, sino que le exige al marido de acuerdo con sus posibilidades. Empuja al hombre a ganar más dinero para que la atienda mejor, le compre una casa, o al menos la rente y la amueble de acuerdo con sus gustos y le exige que eduque a sus hijos de acuerdo con sus pretensiones. Les inculca a los hijos sus propias aspiraciones y los empuja a realizarlas. Finalmente, si tiene éxito, realizará a través de ellos, de segunda mano, su ideal de felicidad.

¿Y cuáles son los defectos de las mujeres según los hombres? Quizás la queja más frecuente es que hablan demasiado. ¿Será cierto? No. Son ellos los que hablan incesantemente y que, si se les interrumpe, proclaman que las mujeres hablan demasiado, que no se callan la boca nunca, y por lo mismo se retiran al estudio, a la cantina o a algún otro lugar en donde se reúne con sus amigos. Allí también se habla demasiado, pero al menos no de cosas que no les importan, como las dificultades domésticas, lo mal que se portó Juanita, o lo bonitas que están las cortinas nuevas de la vecina.

Si examinamos los ideales de las mujeres encontramos que predominan los diseñados por los hombres o por una sociedad diseñada por ellos: aparte de los poetas, que enamoran con bastante facilidad a las mujeres intelectuales y sensibles, pero que no recomienda precisamente la sociedad, están los militares. Los uniformes vuelven locas a las jovencitas de los países imperialistas y, desde los primeros tiempos, los grandes capitanes enamoran a las reinas. Últimamente las actrices de cine se enamoran de los millonarios. Pero la mujer también suele enamorarse de los caudillos rebeldes... Para no ir más lejos basta recordar el inmediato pegue que tuvo el subcomandante Marcos, que le valió largos poemas enamorados de mujeres encumbradas... y allí, hay que confesar, no fue por su bonita cara porque no se le veía.

Ya en la práctica y hablando en plata, la preparación de los jóvenes de ambos sexos para el matrimonio se reduce a enamoramientos y desenamoramientos... afortunadamente la mayoría de las veces sin consecuencias graves, tales como embarazos o suicidios, ni depresiones de las cuales no se recuperen. Pasan de cada amor al desencanto o al rompimiento del noviazgo y proceden a otro nuevo que desplaza al anterior. Como Romeo, que estaba enamoradísimo de Rosalinda, de cuyos temblorosos muslos habla panegíricos antes de toparse con Julieta por primera vez y, a la primera mirada, cambiar totalmente de objeto amoroso. Lo que pasa, probablemente, es que el deseo persiste, trátese del sexo del cual se trate, y exige satisfacción, pero al mismo tiempo también persiste la necesidad de idealizar al objeto amado. Y, no hay que olvidarlo, influye también el hecho de que el AMOR con mayúscula, por fugitivo que sea, produce una liberación sin paralelo que da la sensación de ver el mundo por vez primera. No sólo el amado o la amada son maravillosos, hasta las flores, los árboles, los paisajes, las calles, los otros seres humanos son vistos como por primera vez. Hay un hálito de misticismo en todo esto. Un estar endiosado, arrobado, fuera de sí de felicidad. Enamorarse de verdad es acceder, de alguna manera, al cielo en la tierra, a la satisfacción plena de todos los sentidos y a la vibración de todos los átomos del propio cuerpo y de lo que nos rodea. Es la revelación del mundo. Queremos, por lo tanto, atrapar esa sensación y hacer que dure. Perderla y caer en la rutina es deprimente en extremo y se intenta siempre recuperarla. Por eso se dan tantos pleitos y reconciliaciones maravillosas entre amantes, incluso después de casados y enfrentados a la rutina y la imperfección concreta del ser amado. Por algo sabemos que el instante, en estas circunstancias, es eterno.

(Este ensayo, preparado para un simposio que se celebró en Monterrey, N. L., se publicó en el semanario Etcétera de México, D. F. en 1999.)