Edgar Allan Poe

EDGAR ALLAN POE

 Edgar Alian Poe nació en Boston, en el año 1809, uno de los tres hijos de una pareja de actores de los cuales la madre tenía un enorme talento, malo­grado por su temprana muerte a los veinticuatro años de edad, en 1811. El padre de Poe había desaparecido con anterioridad tanto del escenario co­mo de la vida de la familia y la joven actriz murió sola y en la miseria. Edgar Alian Poe fue recogido por un próspero comerciante de tabaco, John Alian, y su joven esposa. Al parecer había sido afortunado, ya que en un principio trataron a Edgar como hijo propio, dándole una buena educación en Ingla­terra y enviándolo luego a la universidad. Sin embargo, ya en su adolescen­cia, el señor Alian, quizá celoso del cariño que le demostraba la joven espo­sa, comenzó a mostrarse frío hacia el hijo al cual no había querido adoptar legalmente, obligándolo finalmente a abandonar la universidad por falta de fondos y negándose después a ayudarlo a hacer una carrera militar o a esta­blecerse de alguna otra forma. El joven Poe, renunciando a toda relación con un padre tan poco paternal, buscó la forma de ganarse la vida con el ejercicio de las letras.

Como suele suceder, su enorme éxito en este campo apenas le daba pa­ra malcomer, y con frecuencia le pagaban alguna de sus obras maestras que aparecían impresas, con diez o veinte volúmenes para que los regalara a sus amigos.

Conoció a su futura esposa, Virginia, en la casa de huéspedes de su futu­ra suegra, la señora Clemm, donde vivió por temporadas entre 1831 y 1835, y donde atendió a su hermano mayor, William, que moría -como antes la ma­dre de ambos- de tuberculosis. Fue en este periodo que comenzó a escribir cuentos y novelas y, en 1833, su "Manuscrito encontrado en una botella" ga­nó un concurso de cuento. A pesar de este éxito, que lo volvió famoso de la noche a la mañana, no encontró editor para su primer volumen de cuentos. Pero es innecesario abundar en los detalles trágicos de una vida trágica, am­pliamente conocida, o defenderlo de una inmerecida fama de alcoholismo y drogadicción que probablemente debe más al resentimiento y al puritanis­mo que a la realidad. Baste mencionar la temprana muerte de su esposa, su labor de editor en diversas revistas, algunas de las cuales ganaron influencia gracias a sus colaboraciones y su crítica, su perpetua pobreza e inestabilidad


en el empleo, y su propia muerte en 1849, a la edad de cuarenta años, en un incidente jamás esclarecido, probablemente víctima de la corrupción electo­ral de la época (todo indica que se lo había emborrachado y drogado, lleván­dolo de caseta en caseta, para obligarlo a votar por algún candidato, abando­nándolo luego en la calle, al borde de la muerte).

A los cuarenta años Poe dejaba tras de sí una de las obras literarias más influyentes de todos los tiempos, y esto, aunque suene a exageración, es sen­cillamente un hecho innegable. Uno de los primeros maestros del cuento, fue, además, iniciador del género de la novela de detectives y del género, tan popular actualmente, de la ciencia ficción. Personajes como Sherlock Holmes, o Philip Marlowe, Hercules Poirot o incluso James Bond, tienen sus lejanas raíces en una evolución que arranca del frío y cerebral M. Dupin, inventado por Poe para descubrir, mediante la observación y la deducción lógica, la so­lución de misterios que dejaban perpleja a la policía profesional. En el cam­po de la poesía su influencia sobre los simbolistas franceses fue poderosa e indiscutible, y la curiosa observación de T. S. Eliot de que probablemente se debió a que ganaba con la traducción, revela más de envidia profesional y de la transformación sufrida por los gustos literarios que del talento crítico del célebre critico norteamericano.

En el campo de la crítica literaria Poe fue muy importante, sobre todo en su patria, al exigir que al escritor norteamericano se lo juzgara en el contex­to de la literatura universal, o al menos contemporánea, sin concesiones ni falsos nacionalismos. También fue el primer crítico norteamericano que se atrevió a arremeter contra figuras consagradas de la literatura inglesa, juz­gándolas con el mismo rigor que a sus compatriotas. Aunque ya en sus jui­cios particulares puede haberse equivocado, el principio general fue saluda­ble, constituyendo un poderoso impulso a salir del provincialismo, la autocomplacencia y la estrechez de miras que inhibía el desarrollo de la lite­ratura norteamericana.

De sus ensayos incluimos aquí su célebre Filosofía de la composición que, más que narrar el método que había seguido para componer el más célebre de sus poemas (que le ganó fama, popularidad y algo de dinero en forma de in­vitaciones a dar conferencias), expone una teoría de la creación literaria que rechaza la dependencia exclusiva de la inspiración e insiste en que escribir es un oficio de carácter práctico cuyo ejercicio debe ser dirigido en cada mo­mento por la inteligencia, la cual debe tener en cuenta ciertas constantes de la experiencia poética y de los gustos instintivos del lector. Aun cuando no se acepten todos y cada uno de sus dictámenes, este ensayo puede ser de enor­me utilidad para cualquier escritor por su concepción de la forma, su insis­tencia en la unidad de la intención y la necesidad de controlar el material. Poe también toma en cuenta el esencial dramatismo de cualquier obra lite­raria, un factor muy importante que rara vez se señala explícitamente. He in­tentado, para facilitar la lectura de este ensayo, una nueva traducción de "El cuervo" al español, en la cual no me ajusto -como se acostumbra- a algún patrón previo de versificación española, sino que intento recrear en español el patrón rítmico del original inglés, que es el secreto de su musicalidad. No pretendo de ninguna manera que esta nueva versión sea perfecta, pero creo que puede ser útil para los fines aquí propuestos.  

la "filosofía de la composición" 

 

Charles Dickens, en una carta que tengo ante los ojos, en que alude al análisis que hice alguna vez del mecanismo de composición de [su novela] Barnaby Rudge dice: "Por cierto, ¿sabía usted que Godwin es­cribió Caleb Williams al revés? Primero metió a su héroe en una red de dificultades, formando así el segundo volumen, y luego, para escribir el primero, buscó la forma de explicar lo que le había sucedido."

No puedo creer que éste haya sido precisamente el modo en que procedió Godwin -y de hecho lo que él mismo reconoce no está en­teramente de acuerdo con la idea del señor Dickens- pero el autor de Caleb Williams era demasiado buen artista para no percibir las ven­tajas que podían derivarse de un proceso al menos similar. Nada es más obvio que el que toda trama que merezca tal nombre debe estar mentalmente elaborada hasta su desenlace antes de que pueda in­tentarse nada con la pluma. Es sólo teniendo siempre en mente el desenlace que podemos darle al argumento su indispensable aire de concatenación causal, haciendo que los incidentes, y en especial el tono, tiendan en todo momento a desarrollar la intención.

Hay, creo, un error fundamental en la forma usual de construir un cuento. O bien se toma una tesis de la historia, o de un incidente con­temporáneo, o, cuando mucho, el autor se pone a combinar aconte­cimientos sorprendentes para tomarlos como base de narración pro­poniéndose, generalmente, llenar con descripciones, diálogos, o comentarios las grietas o resquicios que, de página, en página, vayan volviéndose obvios entre los hechos o acciones.

Yo prefiero comenzar pensando en un efecto. Teniendo siempre en mente la originalidad -porque no se hace justicia a sí mismo quien se atreve a renunciar a una fuente de interés tan obvia y tan fácil de procurar-, me digo, en primer lugar, "¿De los innumerables efectos o impresiones de los cuales es susceptible el corazón, el inte­lecto, o (para decirlo en términos más generales) el alma, cuál, en la presente ocasión, escogeré?" Habiendo elegido un efecto que sea, en primer lugar, novedoso, en segundo, vivo, me pregunto si la me­jor manera de lograrlo será mediante el incidente o el tono -sea com­binando incidentes ordinarios con un tono inusitado, o al revés, o mediante la singularidad tanto del incidente como del tono-, miro luego en torno (o más bien dentro de mí) en busca de aquellas com­binaciones de incidente y tono que mejor puedan ayudarme a cons­truir el efecto propuesto. Con frecuencia he pensado cuan interesan­te artículo podría escribir para una revista, cualquier autor que quisiera -es decir, que pudiera- detallar, paso por paso, el proceso por el cual avanzó cualquiera de sus composiciones al punto en que quedó terminada. Por qué no se ha presentado jamás tal artículo al mundo, no acierto a explicármelo, pero es posible que la vanidad de los autores haya tenido más que ver con tal omisión que ninguna otra causa. La mayoría de los escritores -y en especial los poetas- prefie­ren dar a entender que componen por una especie de extraordina­rio frenesí -una intuición extática- y se estremecerían de horror an­te la idea de dejar al público asomarse tras bambalinas, y ver las complicadas vacilaciones del pensamiento en su estado crudo -los in­numerables vislumbres de ideas que no llegaron a madurar en una plena visión- las fantasías plenamente maduradas, pero descartadas con desesperación por ingobernables -las cautas selecciones y recha­zos- las dolorosas eliminaciones e interpolaciones -en una palabra, los engranes y poleas de la tramoya las escaleras y puertas falsas- las plumas de gallo, pintura roja y parches negros que, en noventa y nue­ve casos de cada cien, constituyen las indispensables muletillas del his­trión literario.

Me doy cuenta, por otra parte, de que no es en absoluto frecuen­te que un autor esté en condiciones de recordar paso a paso el cami­no por el cual alcanzó sus resultados. En general las ideas, surgidas en tropel, sin ton ni son, son puestas en práctica de igual manera.

Por mi propia parte, ni simpatizo con la repugnancia aludida ni tengo tampoco, en ningún momento, la menor dificultad para recor­dar los pasos progresivos de cualquiera de mis composiciones; y, pues­to que el interés de un análisis o reconstrucción como el que he con­siderado deseable es completamente independiente de cualquier in­terés real o imaginario del objeto analizado, no se tomará como una falta de modestia o decoro de mi parte si descubro el modus operandi por el cual construí alguna de mis propias obras. Escojo "El Cuervo" por ser la más conocida. Me propongo volver evidente que ningún aspecto o fase de su composición se puede atribuir ni al azar ni a la intuición -que el trabajo procedió paso por paso a su término con la precisión y rígida secuencia lógica de un problema matemático.

Olvidemos, por no tener nada qué ver con el poema en sí, la cir­cunstancia externa -o mejor dicho la necesidad [material]- que dio origen a la intención de componer un poema que diera satisfacción al mismo tiempo al gusto popular y al de los críticos. Comenzamos, pues, por la intención misma.

Lo primero que se consideró fue la extensión. Si una obra litera­ria cualquiera es demasiado larga para ser leída en una sola sesión, debemos renunciar al efecto inmensamente importante que puede derivarse de la unidad de impresión -porque, si hay que leer el poe­ma en dos sesiones, interfieren los asuntos del mundo y se destruye de inmediato cualquier cosa parecida a la totalidad. Pero como, cete-risparibus, ningún poeta puede darse el lujo de renunciar a nada que pueda favorecer sus designios, sólo queda por verse si hay, en la ex­tensión, alguna ventaja que pueda compensar la pérdida de unidad que la acompaña. Aquí contesto, de una vez, que no. Lo que llama­mos un poema largo es, de hecho, una mera sucesión de poemas cor­tos -es decir, de breves efectos poéticos. No es necesario demostrar que un poema lo es sólo en la medida en que exalta o excita intensa­mente el alma, elevándola; y toda emoción intensa es, por necesidad psíquica, breve. Debido a ello cuando menos la mitad del Paraíso per­dido es, en esencia, prosa -una sucesión de exaltaciones poéticas in­terpuestas, inevitablemente, con correspondientes depresiones- estan­do privado el conjunto, debido a su extrema extensión, de ese elemento artístico de enorme importancia que es la totalidad, o uni­dad del efecto producido.

Parece, pues, evidente que hay un límite definido en cuanto a la extensión de cualquier obra de arte literaria -el límite de una sola se­sión de lectura- y que, si bien en ciertas clases de composición en pro­sa, tales como Robinson Crusoe (que no exigen unidad), este límite puede excederse con ventaja, no puede jamás sobrepasarse con pro­piedad en un poema. Dentro de este límite la extensión de un poe­ma puede correlacionarse matemáticamente con su mérito -en otras palabras, con la exaltación producida- o sea, con el grado de autén­tico efecto poético que es capaz de suscitar; porque es evidente que la brevedad tiene que estar en relación directa con la intensidad del efecto propuesto; aunque con una condición: que es absolutamente indispensable cierta extensión para que se produzca algún efecto.

Teniendo presentes estas consideraciones, así como el grado de exaltación que juzgué que no sería superior al popularmente accesi­ble, pero tampoco inferior al exigido por el gusto crítico, deduje in­mediatamente la extensión que me pareció apropiada para el poema que me proponía escribir: aproximadamente unos cien versos. Tie­ne, en efecto, ciento ocho.

Lo siguiente que consideré fue la impresión o efecto que me pro­pondría comunicar al lector: y no es mal momento éste para obser­var que, durante toda la labor de construcción, tuve constantemente en cuenta el propósito de hacer que la obra fuera umversalmente apre-ciable. Me apartaría demasiado del tema inmediato si me pusiera a demostrar un punto en el cual he insistido tantas veces y que, para quienes üenen sentido poético, no necesita demostración alguna: que la Belleza es la única provincia legítima del poema. Diré, sin embar­go, unas palabras con objeto de aclarar lo que he querido en verdad decir, ya que algunos de mis amigos se han mostrado propensos a mal-interpretarme. El placer más intenso, el que más eleva el ánimo, y el más puro, se encuentra, según creo, en la contemplación de lo bello. De hecho, cuando los hombres hablan de la Belleza, se refieren pre­cisamente, no como se supone, a una cualidad, sino a un efecto -se refieren, en suma, justamente a esa intensa y pura elevación del al­ma, no del intelecto, ni tampoco del corazón- que ya antes he comen­tado, y que se experimenta cuando se contempla "lo bello". Ahora bien, designo a la Belleza como la provincia del poema, sólo porque es una regla evidente del Arte que deben hacerse surgir los efectos de sus causas directas -que los objetivos se deben buscar por los me­dios más aptos para lograrlos-y hasta ahora nadie ha sido lo suficien­temente débil para negar que la peculiar exaltación a que aludimos se puede alcanzar con mayor facilidad en el poema. Ahora bien, el ob­jetivo Verdad, o sea la satisfacción del intelecto, y el objetivo Pasión, o sea la emoción o excitación del corazón, aunque se pueden alcan­zar hasta cierto punto en la poesía, se alcanzan más fácilmente en la prosa. De hecho la Verdad exige una precisión, y la Pasión una feal­dad (los verdaderamente apasionados me comprenderán) que son absolutamente antagónicas a aquella Belleza que, según sostengo, es la excitación o exaltación placentera del alma. No se sigue de ningu­na manera de lo que aquí hemos dicho que la pasión, e incluso la verdad, no se puedan introducir, incluso con ventaja, en un poema -porque pueden servir para esclarecer, o bien para asistir al efecto ge­neral, por contraste, como las discordancias en la música- pero el ver­dadero artista siempre se las ingeniará, primero, para controlar y su­peditarlas adecuadamente a su principal propósito y, en segundo lugar, para envolverlas, en la medida de lo posible, en esa Belleza que es la atmósfera y esencia del poema.

Considerando, pues, a la Belleza como mi terreno, me pregunté luego cuál es el tono de su más alta manifestación -y la experiencia ha demostrado siempre que este tono es de tristeza, la belleza de cual­quier especie, cuando alcanza su desarrollo supremo, invariablemen­te arranca lágrimas al alma sensible. La melancolía es, pues, el más legítimo de todos los tonos poéticos.

Habiendo determinado así la extensión, la provincia y el tono, me acogí a la inducción ordinaria, con vistas a encontrar algún artificio o encanto artístico que pudiera servirme como nota clave para la cons­trucción del poema -algún pivote en torno al cual pudiera girar toda la estructura. Al recorrer mentalmente, considerándolos con cuida­do, los artificios artísticos usuales -o mejor dicho puntos de apoyo, en el sentido teatral- no dejé de notar inmediatamente que ninguno ha­bía sido empleado tan umversalmente como el estribillo. La universa­lidad de su empleo bastó para garantizarme su valor intrínseco y me ahorró la necesidad de someterlo a un análisis. Consideré, sin embar­go, si no sería susceptible de alguna mejora, y pronto vi que se encon­traba en un estado primitivo. Tal y como se usa comúnmente el estri­billo o vuelta, no sólo se limita a la poesía lírica sino que depende para ejercer su efecto de la monotonía, tanto de sonido como de pensa­miento. El placer se obtiene exclusivamente del sentido de identidad de la repetición. Me propuse diversificar e incrementar así su efecto, conservando, en términos generales, la monotonía del sonido mien­tras variaba continuamente el sentido: es decir, me decidí a producir efectos siempre nuevos mediante el recurso de variar la aplicación del estribillo, quedando el estribillo mismo, en general, inmutable.

Habiendo decidido estos puntos pensé en seguida en la naturale­za de mi estribillo. Puesto que había de variarse repetidas veces su apli­cación, era evidente que el estribillo tenía que ser breve, porque la necesidad de variar con frecuencia su aplicación habría presentado una dificultad insuperable con cualquier frase larga. La facilidad de la variación sería, por supuesto, proporcional a la brevedad de la fra­se. Esto me condujo inmediatamente a la conclusión de que una so­la palabra sería el mejor estribillo.

Surgió ahora el problema del carácter que debería tener dicha pa­labra (o mínima frase). Habiéndome decidido por usar un estribillo se seguía, por supuesto, lógicamente, que el poema estaría dividido en estrofas, cerrando cada estrofa el estribillo en cuestión. Que seme­jante cierre, para que tuviera fuerza, debía tener sonoridad y ser sus­ceptible de un prolongado énfasis, era indudable; y estas considera­ciones me condujeron inevitablemente a la o larga, por ser ésta la vocal más sonora, ligada a la r; por ser ésta la consonante más fácil­mente enunciable.

Habiendo determinado de esta manera el sonido del estribillo se hizo necesario seleccionar una palabra que incorporara dicho sonido y estuviera al mismo tiempo lo más de acuerdo posible con esa melan­colía que había decidido previamente que sería el tono del poema. En tal búsqueda hubiera sido absolutamente imposible no fijarse en las palabras "yajamás" [nevermore]. De hecho, fue lo primero que se me ocurrió.

El siguiente requerimiento era encontrar un pretexto para el uso continuo de la única frase 'Ya jamás." Al observar la dificultad que encontré en seguida para inventar una razón plausible parajustificar su continua repetición no me pasó inadvertido que ésta se debía so­lamente a la presunción de que la frase sería continua y monótona­mente pronunciada por un ser humano; en pocas palabras, noté que la dificultad residía en reconciliar tal monotonía con el ejercicio de la razón por parte de la criatura que repetía la frase. Surgió pues, in­mediatamente, la idea de una criatura carente de razón pero capaz de hablar; y, naturalmente, se me ocurrió en primer lugar la idea de un loro; pero ésta fue en seguida suplantada por la de un cuervo, por ser igualmente capaz de hablar e infinitamente más acorde con el tono propuesto.

Había llegado ahora a concebir la idea de un cuervo -ave de mal agüero- que repetía monótonamente las tres sílabas 'Ya jamás" al concluir cada estrofa, en un poema de tono melancólico, de una ex­tensión de unos cien versos. En seguida, sin perder jamás de vista el objetivo de la supremacía o perfección en todos los aspectos, me pre­gunté: "¿De todos los temas melancólicos, cuál, según el sentir univer­sal de la humanidad, es el más melancólico?" La muerte, fue la obvia respuesta. "¿Y cuándo", me dije, "es más poético este más melancóli­co de todos los temas?" A partir de lo anteriormente explicado, la res­puesta, también en este punto, resulta obvia: "Cuando se encuentra en íntima conjunción con la Belleza: la muerte de una mujer bella es, pues, sin duda alguna, el tema más poético del mundo; y también es indudable que los labios mejor adaptados para expresar tal tema son los del amante a quien la muerte priva de su amada."

Tenía ahora que combinar ambas ideas, la de un amante que llo­raba a su amada muerta y la de un cuervo que repetía continuamen­te la frase "Ya jamás". Tenía además que combinarlas tomando en cuenta mi designio de variar, en cada ocasión, el sentido en que se apli­caba la frase repetida; pero la única forma inteligible de obtener tal combinación es imaginar que el cuervo emplea la frase para respon­der a las preguntas del amante. Y aquí vi en seguida la oportunidad que se me ofrecía para lograr el efecto con el que había estado con­tando: es decir, la variación en el sentido de la frase. Podía hacer que la primera pregunta planteada por el amante -la primera a la cual respondería eJ cuervo 'Ya jamás"- fuera una pregunta común y co­rriente -la segunda un poco menos -la tercera aún menos usual, y así sucesivamente, hasta que el amante, sacado por la sorpresa de su ini­cial tranquilidad o indiferencia por el carácter melancólico de la fra­se misma, por su frecuente repetición, y por la consideración de la te­nebrosa reputación del ave que la pronunciaba, se viera por fin impulsado a la superstición y planteara apasionadamente preguntas de un carácter muy distinto -preguntas cuya respuesta le importase desesperadamente-, preguntas que iría formulando movido en par­te por la superstición y en parte por esa especie de angustia que go­za en torturarse a sí misma no del todo porque creyera en el carácter profético o demoniaco del ave (que, la razón se lo asegura, tan sólo repite una lección aprendida de memoria) sino porque experimen­ta un frenético placer en formular de tal manera sus preguntas como para recibir del esperado 'Ya jamás" la más deliciosa por más intolera­ble tristeza. Percibiendo pues la oportunidad que se me ofrecía -o, para hablar más rigurosamente, que me imponía el proceso de cons­tracción- determiné en primer lugar cuál sería el climax o pregunta final -la pregunta a la que respondería la frase "Yajamás" por última vez- a la cual la respuesta "Yajamás" produciría el mayor grado con­cebible de tristeza y desesperación.

Aquí, pues, puede decirse que tuvo su principio el poema -al final, donde deberían comenzar todas las obras de arte- porque fue aquí, en este punto de mis consideraciones previas, que por primera vez to­mé pluma en mano para componer la estrofa que dice:

Oh malvado, mal profeta, ser maligno y agorero, Seas ave o demonio, por el cielo que nos cubre y que ambos respetamos, te conjuro a responder a mi alma contristada si en algún lejano Edén en mis brazos la doncella que los ángeles conocen bajo el nombre de Leonor, si la dulce y fiel doncella que en la tierra tanto amé algún día entre mis brazos otra vez estrecharé. 

Dijo el Cuervo: 'Yajamás."

Compuse de inmediato dicha estrofa para poder, en primer lugar, establecer el climax, y para variar y graduar mejor, en cuanto a grave­dad e importancia, las preguntas anteriores del amante; y, en segun­do lugar, para decidir definitivamente el ritmo, metro, extensión y es­tructura general de la estrofa, así como para graduar las estrofas que habían de precederla en forma tal que ninguna de ellas superara a ésta en cuanto a efecto rítmico. Si más tarde hubiera podido construir estrofas más fuertes y vigorosas, no hubiera vacilado en sacrificarlas, y las hubiera debilitado para no estorbar con ellas el efecto del climax.

Y aquí no sobra decir algunas palabras respecto de la versificación. Mi primer objeto (como siempre) era la originalidad. El grado en que se ha descuidado ésta en la versificación es una de las cosas más inex­plicables del mundo. Admitiendo que hay pocas posibilidades de va­riación en cuanto al mero ritmo, sigue siendo evidente que las varia­ciones posibles de metro y estrofa son absolutamente infinitas -sin embargo durante siglos ningún hombre, en verso, ha hecho jamás, o, al pa­recer, ha pensado en hacer, algo original. Lo cierto es que la originalidad (a menos que se trate de mentes de una fuerza muy poco común) no es fruto, de ninguna manera, como suponen algunos, del impulso o la intuición. En general para encontrarla hay que buscarla con gran­des trabajos y, aunque es un mérito positivo de la más alta especie, exige menos de invención que de negación para lograrla.

No pretendo, por supuesto, haber tenido en "El Cuervo" ninguna originalidad ni en cuanto al ritmo ni en cuanto al metro. El primero es trocaico, el segundo octámetro acataléctico alternado con heptáme­tro cataléctico, repetido este último en el estribillo del quinto verso, y concluyendo en tetrámetro cataléctico. Para decirlo menos pedan­temente: los pies empleados en todo el poema (troqueos) consisten de una sílaba larga seguida de una corta; el primer verso de la estro­fa consiste de ocho de estos pies, el segundo de siete y medio, el quin­to lo mismo, el sexto de tres y medio. Ahora bien, cada uno de estos versos, tomados individualmente, ha sido empleado antes, y si alguna originalidad hay en "El Cuervo" ésta consiste en su combinación en una sola estrofa; nunca se había intentado nada remotamente semejante a esta combinación. El efecto de esta originalidad en la combinación es reforzado por otros efectos poco comunes, y algunos enteramen­te novedosos, debidos a una extensión de la aplicación de los princi­pios de la rima y la aliteración.

El segundo punto a considerar era la forma de reunir al amante con el cuervo, y la primera parte de esta consideración se refería al lu­gar. La idea más natural pudiera parecer la de hacerlos coincidir en un bosque, o en el campo -pero siempre me ha parecido absoluta­mente necesaria una estrecha circunscripción espacial para que ejer­za su efecto el incidente aislado: tiene la fuerza del marco de una pin­tura. Influye con indiscutible poder moral para mantener concentrada la atención y, por supuesto, no debe confundirse con la mera unidad de lugar.

Decidí, pues, colocar al amante en su cuarto -un cuarto sacraliza-do por el recuerdo de la mujer que lo ha frecuentado. El cuarto se representa como ricamente amueblado -de acuerdo meramente con lo expuesto arriba sobre el tema de la Belleza como única verdadera tesis poética.

Habiendo determinado así el lugar, tenía ahora que introducir al cuervo —pensar en hacerlo entrar por la ventana era inevitable. La idea de que el amante se imaginara inicialmente que el golpeteo de sus alas contra la ventana es un "llamado" a la puerta se originó en el deseo de aumentar, prolongándola, la curiosidad del lector, y en el deseo de agregar el efecto incidental producido al abrir violentamen­te el amante la puerta para encontrarse sólo con la oscuridad, imagi­nándose a medias, en consecuencia, que era el alma de su amada quien llamaba a la puerta.

Hice que la noche fuera tormentosa, en primer lugar, para expli­car el hecho de que el cuervo intentara entrar para refugiarse de la tempestad, y en segundo lugar, para aprovechar el efecto producido por el contraste entre la tormenta exterior y la serenidad (física) del interior.

Hice que el pájaro se posara en el busto de Atenea para aprove­char también el contraste sugerido entre el mármol blanco y el plu­maje negro y debe entenderse que, habiéndome sugerido el ave misma la idea del busto, escogí el de Palas Atenea [diosa de la sabiduría], primero, por estar de acuerdo con la erudición del amante, y luego por la sonoridad de la palabra Atenea.

Piada la mitad del poema recurrí también al contraste con objeto de profundizar la impresión final. Di, por ejemplo, un aire fantásti­co, que se acercara tanto como fuera admisible a lo ridículo, a la en­trada del cuervo. Entra "tan orondo y tan solemne como dama de alta al­curnia, con un grave revoloteo de alas de tapeta negra".

En las dos siguientes estrofas este plan se realiza de manera más obvia:

Tan solemne compostura, grave y tenebrosa facha, en un ave daba risa, y mi susto ya olvidé. "¡Aunque calvo estés, o mondo, de tu cresta, es indudable que eres pájaro de alcurnia! Oh espectral y venerable ave del antiguo reino de tinieblas subterráneas. Dime, pues, cómo te llamas, o qué título te otorgan en la tierra donde ejerces tu dominio'; pregunté. Y el solemne, negro cuervo, sin dudar, me contestó:

'Ya jamás."

 

Mucho entonces sorprendióme que tan claramente hablara

un irracional y simple pájaro amaestrado,

aunque sus palabras nada, por lo pronto, me dijesen

eran sin embargo dignas de un cordialy fuerte aplauso.

¿Quién jamás había tenido en su cuarto de estudiante

y posado tan tranquilo en los hombros de Atenea,

en el blanco y frío busto de la diosa de la ciencia

que serena presidía sobre tanto libro viejo

apilado y en desorden, cuervo alguno con un nombre

tan sonoro y rimbombante como este:

'Ya jamás."

Habiendo así provisto lo necesario para que ejerciera su debido efecto el desenlace, abandoné inmediatamente el tono fantástico pa­ra adoptar el de la más profunda seriedad, comenzando este tono con la estrofa que sigue inmediatamente a la última este apilado y en de­sorden tono con la estrofa que sigue inmediamente a la última cita­da con el verso:

 

Pero el cuervo, tan tranquilo, solitario, entronizado en los blancos curvos hombros de la plácida Minerva esa frase y sólo ésa, repetía solemnemente, como si esa frase sola diera a luz todas sus quejas.

De este momento en adelante el amante ya no bromea -ya ni si­quiera ve nada fantástico en el comportamiento del cuervo. Se refie­re a él como "grave, torpe y espantable... demacrado y ominoso". Siente que sus ojos llameantes taladran su corazón. Esta mudanza en el pensamiento o fantasía del amante se propone inducir una similar en el lector, ponerlo en un estado de ánimo apropiado para recibir el desenlace, que ahora se gestiona de la forma más rápida y directa que sea posible.

Con el desenlace propiamente dicho -o sea al responder el cuer­vo 'Ya jamás" cuando el amante pregunta si se reunirá con su amada en otro mundo- puede decirse que el poema, en su fase obvia, o sea la de una simple narración, está terminado. Hasta aquí todo está den­tro de lo límites de lo explicable, de lo real. Un cuervo, que ha apren­dido de memoria la única frase 'Ya jamás" y que se ha escapado de su dueño, es obligado a medianoche, por la violencia de una tempes­tad, a buscar entrada en una ventana que sigue iluminada a pesar de la hora, la ventana del cuarto de un estudiante que está ocupado a medias en leer un viejo libro y a medias en soñar en su amada muer­ta. Al abrir la ventana después de oír el aleteo del pájaro, éste entra y se posa en el sitio que le resulta más conveniente y que queda fuera del alcance del estudiante; éste, divertido por el incidente y por la es­trambótica facha del visitante, le pregunta, en broma y sin esperar res­puesta, cómo se llama. El cuervo interpelado contesta con su acos­tumbrada frase de "Ya jamás" -frase que encuentra inmediatamente un eco en el melancólico corazón del estudiante que, pensando en voz alta, formula ciertas preguntas que le sugiere la ocasión, y se ve nuevamente sorprendido por la repetición de la frase 'Ya jamás". El estudiante adivina la explicación, pero se siente impulsado, como ex­pliqué antes, por esa necesidad que tiene el hombre de torturarse a sí mismo -y, en parte, también, por superstición- a hacerle al pájaro preguntas que, contestadas por el cuervo con la frase 'Ya jamás", le proporcionarán la máxima y más deliciosa tristeza. Al llevar a su ex­tremo esta autotortura, la narración, en la que he llamado su fase pri­mera y obvia, encuentra su término natural, y hasta este punto no se han sobrepasado los límites de lo real.

Pero en los temas así manejados, por hábilmente que sea, por vi­vo que sea el despliegue de incidentes, hay siempre algo duro o es­cueto que repugna al ojo del artista. Se requieren invariablemente dos cosas: en primer lugar, cierto grado de complejidad, o, más pre­cisamente, de adaptación; y, en segundo lugar, cierta sugestividad o sugerencia -alguna corriente subterránea de sentido, por indefinido que sea éste. Es esto último, en especial, lo que imparte a una obra de arte esa riqueza (para tomar prestado al lenguaje coloquial un tér­mino vigoroso) que somos demasiado propensos a confundir con la idealidad. Es el exceso del sentido sugerido -es convertir a ésta en la co­rriente superior en vez de la subyacente- lo que convierte en prosa (y de la más plana) la supuesta poesía de los llamados trascendenta-listas.

Por sostener tales opiniones añadí las dos últimas estrofas al poe­ma, logrando así que su sugerencia se difundiera a toda la narración antecedente. La corriente subyacente de sentído aflora por primera vez en los versos:

 

¡Saca de mi corazón tu pico, deja en paz mi soledad!

Dijo el cuervo, 'Ya jamás."

Se observará que las palabras "de mi corazón" constituyen la pri­mera expresión metafórica de todo el poema. Estas, con la respuesta 'Ya jamás", disponen a la mente a buscar una moraleja o significado en todo lo anteriormente narrado. El lector comienza ahora a consi­derar al cuervo como un símbolo, pero no es sino hasta el último ver­so de la última estrofa, que se deja ver claramente la intención de sim­bolizar con él al triste recuerdo quejamos nos abandonará:

Y el maldito, negro, cuervo, siempre imperturbable, inmóvil,

sigue todavía posado, sin que ya nada lo mueva,

siempre veo su negra forma sobre los marmóreos hombros

y en el resplandor inquieto de sus ojos llameantes

se adivinan pesadillas, fantasías entrevistas,

y la sombra que la lámpara proyecta de su forma

sobre el suelo yace inmóvil

y nú alma bajo el peso de esa sombra atribulada

adivino tristemente que no se ha de levantar,

Yajamás. 

 

el cuervo1 

I

 

Una vez a medianoche, meditaba, ya cansado

de leer por tantas horas mis polvosos viejos libros.

Cabeceaba, adormilado, cuando oí unos breves golpes como si alguien a mi puerta, tímido, pidiera entrada.

"Debe ser algún amigo", murmuré desconcertado, "que me pide que le abra.

Sólo eso, y nada más."

 

II

 

Ah, ¡bien claro lo recuerdo! Era un gris y cruel invierno, los carbones moribundos su espectral sombra arrojaban

Y yo ansiaba solamente que pasara ya la noche.

No lograba con lecturas aliviar mi sufrimiento el dolor de haber perdido a mi amada Leonor

A la hermosa y fiel doncella a quien nombran ya en el cielo voces de ángeles, "Leonor"

 

1 Versión de Isabel Fraire.

Y  que en este mundo nunca ya su nombre he de escuchar

Nunca, nunca, ya jamás.

 

III

 

El sedoso, triste, incierto, susurrar de las cortinas

Me hizo estremecer, llenándome de fantásticos terrores

Y  me puso a repetir, al compás de mis latidos, "Es tan sólo un visitante, es tan sólo algún amigo, que a tan altas horas pide que le abra yo mi puerta,

Sólo esto, y nada más."

 

IV

Y   mi alma se hizo fuerte; se acabó mi titubeo: "Caballero", dije, "o dama, os ofrezco mil disculpas, La verdad es que el cansancio me cerraba ya los ojos,

Y   tan quedo habéis llamado, tan ligero fue el sonido,

que no estaba yo seguro si en verdad lo había oído, Si en verdad alguien llamaba. Excusadme", dije, abriendo, ahora sí, de par en par. No encontré sino la noche, Nada había sino la sombra,

Nada más.

 

V

Y   clavando la mirada en la noche largo tiempo Acosado por temores, dudas, sueños inauditos, Mucho tiempo persistí. Pero ya nada se oía

Y   ya nada interrumpía ni la sombra ni el silencio

Y   la única palabra que podía escucharse

era el nombre de Leonor, murmurado por mi voz repetido por el eco

Sólo esto, y nada más.

 

VI

 

Regresándome a mi cuarto, con el ánimo turbado

Otra vez oí los golpes, como de alguien que llamara "Debe ser, sin duda alguna, que algo choca en mi ventana; Pues veamos qué demonios golpetea, y basta ya. Aclaremos el misterio, con el corazón tranquilo, descubramos que es... ¡el viento! que sacude la ventana

eso, el viento, -¡ y nada más!"

 

VII

 

Abrí entonces, impulsiva, francamente las ventanas, iY entró un plácido, ridículo, coquetón y negro cuervo! Ni una caravana hizo; ni un instante demoróse, Tan orondo y tan solemne, como dama de alta alcurnia Con un gran revoloteo de alas de tafeta negra Se posó en los blancos hombros de Atenea, la sabia diosa Cuyo busto en blanco mármol relucía sobre la entrada Se posó y quedóse inmóvil,

sólo eso, y nada más.

 

VIII

 

Tan solemne compostura, grave y tenebrosa facha

en un ave daba risa, y mi susto ya olvidé. "¡Aunque calvo estés, o mondo, de tu cresta, es indudable

que eres pájaro de alcurnia! Oh espectral y venerable

ave del antiguo reino de tinieblas subterráneas. Dime ¿cómo es que te llamas, o qué título te otorgan

en la tierra donde ejerces tu dominio?" pregunté.

Y el solemne, negro cuervo, sin dudar me contestó:

"Yajamás."

 

IX

 

Mucho entonces sorprendióme que tan claramente hablara un irracional y simple pájaro amaestrado, Aunque sus palabras nada, por lo pronto me dijesen Eran sin embargo dignas de un cordial y fuerte aplauso. ¿Quién jamás había tenido en su cuarto de estudiante y posado tan tranquilo en los hombros de Atenea,

en el blanco y frío busto de la diosa de la ciencia que serena presidía sobre tanto libro viejo apilado y en desorden, cuervo alguno con un nombre tan sonoro y rimbombante como éste:

"Yajamás."

 

X

 

Pero el cuervo, tan tranquilo, solitario, entronizado en los blancos curvos hombros de la plácida Minerva esa frase y sólo ésa, repetía solemnemente, como si esa frase sola diera a luz todas sus quejas. Nada luego más decía. Ni una pluma ya movía. Yo turbado murmuré. 'Ya te irás.

Como tantos que antes fueron por un tiempo mis amigos Cuando llegue el día te irás. Como tantas esperanzas

y nocturnas fantasías También tú me dejarás."

Dijo el cuervo: 'Yajamás." XI

Sorprendido ante un silencio roto por tan apta frase "Es muy claro", contésteme, "que este cuervo sólo sabe Estas únicas palabras, que son toda su riqueza Y que aprendió quizá escuchando a su desgraciado amo perseguido por la suerte con tal lluvia de desgracias que ya sólo repetía, angustiado e incansable:

Nunca, nunca, yajamás."

 

XII

 

Pero el cuervo todavía mi tristeza distraía

mi nostalgia seducía y me hacía sonreír;

y tiré de mi butaca, la llevé frente a la puerta

y me acomodé en el acto en sus tibios almohadones

preparándome a una larga, cómoda conversación

cuyo objeto era entender si algo había de inteligible

en la frase: Yajamás.

 

 

Esto me quedé pensando, sin decir ni una palabra tristemente suspirando; y el cuervo me miraba taladrando los carbones encendidos de sus ojos mi expuesto

[corazón.

Esto y más me preguntaba, reclinando la cabeza

largamente en los cojines que Leonor

con su cuerpo o su cabeza yajamás oprimiría.

Nunca, nunca, nunca más.

 

XIV

 

Poco a poco parecía que invisibles incensarios con su aroma enúbiaban el triste aire de la alcoba Incensarios que agitaban ángeles cuyas pisadas murmuraban por el piso alfombrado de mi cuarto. "¡Desgraciado!", exclamé, dirigiéndome a mí mismo. "Dios te envía a estos ángeles para alivio de tu alma. Para que bebas olvido y descanses del recuerdo de tu amada Leonor.

Bebe, bebe, de este olvido, y olvidemos a Leonor."

Dijo el cuervo: 'Yajamás."

 

XV

 

"Oh malvado, mal profeta, ser maligno y agorero,

seas o no ave o demonio, que te envíe la tentación

o te envíe la tormenta, poco importa. Sólo pido

que respondas con verdad

a esta última pregunta que mi alma alucinada

pero invicta por tal cúmulo de horrores,

se plantea noche tras noche: ¿Hay consuelo alguna vez?"

Dijo el cuervo: 'Yajamás."

XVI

 

"Oh malvado, mal profeta, ser maligno y agorero, seas ave o demonio, por el cielo que nos cubre


y que ambos respetamos, te conjuro a responder a mi alma contristada si en algún lejano Edén en mis brazos la doncella que los ángeles conocen con el nombre de Leonor, si a la dulce y fiel doncella que en la tierra tanto amé, algún día estrecharé?"

Dijo el cuervo: "Nunca más."

 

XVII

 

"¡Tal palabra nos separe, triste ave del demonio, Te devuelvo a la tormenta y no quiero verte más! Llévate tus negras plumas a las cuevas del Averno Como prenda del engaño que tu pico ha pronunciado. Deja limpio el blanco mármol de mi busto de Minerva, ¡Saca de mi corazón tu pico, deja en paz mi soledad!"

Dijo el cuervo: "Ya jamás."

 

XVIII

 

Y el maldito, negro cuervo, siempre imperturbable, inmóvil,

sigue todavía posado, sin que ya nada lo mueva,

siempre veo su negra forma sobre los marmóreos hombros

de la diosa que preside sobre tantos libros viejos

y en el resplandor inquieto de sus ojos fulgurantes

se adivinan pesadillas

y sus ojos llameantes tienen algo de demonio

que se pierde en fantasías entrevistas

y la sombra de su forma proyectada por la lámpara

yace inmóvil sobre el suelo

y mi alma bajo el peso de esa sombra atribulada

adivino tristemente que no se ha de levantar

 

¡Ya jamás!