John Dewey

JOHN DEWEY 

John Dewey nació en Burlington, Vermont, en 1859 y murió en la ciudad de Nueva York en 1952, abarcando su vida casi un siglo en que se pasó del posi­tivismo optimista y la confianza sin límites en la ciencia y el progreso a la eta­pa de las guerras mundiales y las depresiones mundiales, tanto psicológicas como económicas, y al escepticismo respecto del futuro de la humanidad.

Dewey se destacó como filósofo y como educador, y en ambos campos su pensamiento se impuso durante varias décadas. Como filósofo fue continua­dor y perfeccionador del pragmatismo, corriente que, como hemos visto, fue iniciada por Charles Sanders Peirce y desarrollada y difundida por Wil-liamJames. Dewey, sin embargo, es un filósofo más riguroso y sistemático que James, y logró superar algunas de las fallas de que adolecía la teoría en la ver­sión del pragmatismo propuesta por James. Pero es como teórico de la edu­cación que tiene mayor fama y que su pensamiento alcanzó mayor influen­cia, ya que fue uno de los creadores de la llamada "educación progresista" (progressive education) que se impuso finalmente en el sistema escolar nortea­mericano y de allí se extendió a otros países.

La mayor parte de los textos importantes de John Dewey fue publicada después de 1910, sin embargo sus ideas comenzaron a madurar mucho an­tes. Ya hacia fines del xix, en la época en que enseñaba filosofía y psicología en la Universidad de Chicago, participó activamente en los experimentos pe­dagógicos que se realizaban en la Escuela Laboratorio, anexa a la Universi­dad. Allí sus ideas filosóficas y sus conocimientos psicológicos encontraron aplicación práctica y comenzó a desarrollar su sistema pedagógico, funda­mentado en una visión coherente de la sociedad y en un concepto del hom­bre como miembro activo de la misma.

Durante este periodo se publicaban memorias y artículos relacionados con las actividades que se desarrollaban en la antedicha primaria experimental, y es de una de estas publicaciones que tomamos el texto aquí incluido, Escue­la y sociedad, que apareció en un panfleto publicado por la Universidad de Chicago en 1899.

Dewey tiene una concepción integral de la sociedad y del conocimiento humano. Según Dewey el conocimiento es una actividad práctica, y el pensa­miento mismo una forma de adaptación al ambiente y manejo de él que sur-


gió en etapas superiores del proceso evolutivo. El trabajo es, a su vez, una for­ma de conocimiento, una actividad que implica conocimientos anteriores y origina nuevos conocimientos, y que relaciona al hombre con el mundo y con los demás miembros de la sociedad. El hombre para Dewey es, ante to­do y sobre todo, miembro de un grupo social en el cual se integra y sin el cual no funciona. La colaboración es la forma básica de la vida humana e indis­pensable para su subsistencia. El individuo aislado es inconcebible.

Ésta es la base de su teoría de la educación, que se encuentra expuesta en forma concisa en el texto que aquí incluimos y que es autoexplicativo.

Como se colige por lo anterior, Dewey no era un ser apolítico. Sus princi­pios democráticos no ponían el acento -como en el caso de Thoreau, por ejemplo- sobre el individuo, sino en la relación del individuo con la sociedad. Se comprende pues, fácilmente, que haya sido uno de los fundadores de la Asociación Defensora de los Derechos Civiles de Estados Unidos (American Civil Liberties Union) y de la Unión de Profesores Universitarios de Estados Unidos (American Association of University Professors), Organizadas para proteger los derechos del ciudadano y la libertad de cátedra. Uno de sus pri­meros textos filosóficos habla de la ética de la democracia (TheEthics ofDe-mocracy) y en él rebate las viejas objeciones, tan populares durante todo el si­glo xix, que ponen en guardia contra la tiranía de la mayoría.

Ética, política, psicología, pedagogía, filosofía, están mutuamente imbri­cadas e integran un sistema coherente en el pensamiento de John Dewey, de quien se puede afirmar que representa la madurez del pensamiento filosófi­co norteamericano.

 

 

 

LA ESCUELA Y EL PROGRESO SOCIAL

 

 

Solemos mirar a la escuela desde un punto de vista individualista, co­mo algo que se resuelve entre maestro y alumno, o maestro y padre del alumno, y su incumbencia por ser ellos los afectados. Lo que más nos interesa es, naturalmente, el progreso del niño individual que conocemos, su desarrollo físico normal, su adelanto en la habilidad para leer, escribir y hacer cuentas, su mayor conocimiento de geo­grafía e historia, la mejoría en sus modales, puntualidad, orden y di­ligencia. Es con tales metros que medimos el trabajo de la escuela. Y tenemos razón. Sin embargo es necesario ampliar la perspectiva. Lo que el mejor y más sabio de los padres desea para su propio hijo, eso debe desear la comunidad para todos sus hijos. Cualquier otro ideal es estrecho y poco hermoso; si actuamos bajo su influencia destruye nuestra democracia. Todo lo que la sociedad ha logrado para sí mis­ma se pone, por intermediación de la escuela, a disposición de sus futuros miembros. Todas sus más altas aspiraciones las espera reali­zar gracias a las nuevas posibilidades que así se le abren a su futuro ser. Aquí individualismo y socialismo se armonizan. Sólo siendo fiel al pleno desarrollo de todos los individuos que la componen puede la sociedad ser fiel a sí misma. Y en la dirección que así se imprime la sociedad a sí misma nada cuenta tanto como la escuela, porque, co­mo dice Horace Mann, "En donde algo crece, un formador vale tan­to como mil reformadores."

Siempre que nos proponemos la consideración de un nuevo mo­vimiento pedagógico es especialmente necesario tomar la perspecti­va más amplia, o sea la social. De lo contrario, los cambios operados en la institución y tradición de la escuela serán vistos como invencio­nes arbitrarias de maestros individuales, modas transitorias en el peor de los casos, o meras mejorías de detalle en el mejor y éste es el plano en el que con demasiada frecuencia se consideran las modificaciones al sistema de enseñanza escolar. Esto es tan racional como concebir a la locomotora o al telégrafo como aparatos de uso personal. Las mo­dificaciones que están en marcha en el método pedagógico y en el programa de enseñanza son el resultado de cambios que han modi­ficado la situación social, y representan el esfuerzo por satisfacer las necesidades de la nueva sociedad que se está formando, tanto como los cambios operados en la industria y en el comercio.

Es especialmente para esto, pues, que pido su atención: para el es­fuerzo de concebir lo que a grandes rasgos puede llamarse la "Nueva Educación" a la luz de los cambios mucho mayores que se han ope­rado en la sociedad. ¿Podemos relacionar esta "Nueva Educación" con la marcha general de los acontecimientos? En caso afirmativo, perderá su carácter aislado; dejará de ser un mero producto de las mentes excesivamente ingeniosas de pedagogos que se enfrentan al trabajo de educar a alumnos específicos. Aparecerá como parte inte­gral de la evolución social y, cuando menos en cuanto a sus caracte­rísticas más sobresalientes, inevitable. Preguntemos entonces por los aspectos principales del movimiento social y volvámonos luego hacia la escuela a encontrar qué pruebas ofrece de estar haciendo un es­fuerzo por adaptarse a él. Y como es por completo imposible abarcar todo el terreno, me limitaré principalmente a un aspecto típico del movimiento pedagógico moderno -el que recibe el nombre de talle­res o labores manuales- esperando que, si encontramos una relación entre este aprendizaje manual con los cambios habidos en las condi­ciones sociales, estaremos dispuestos a conceder lo mismo con res­pecto a otras innovaciones pedagógicas.

No me disculpo por no demorarme en el tema de los cambios so­ciales mismos. Los que mencionaré son tan evidentes, están escritos con letras tan grandes, que hasta quienes pasaran corriendo podrían leerlas. El primero que se nos viene a la mente, el que predomina e incluso determina todos los demás, es el industrial: los grandes inven­tos que, gracias a la aplicación de la ciencia, han aprovechado las fuerzas de la naturaleza en una escala vasta y barata; el crecimiento de un mercado mundial para la producción; de vastos centros fabri­les para abastecer a dicho mercado; de medios de comunicación y dis­tribución rápidos y baratos entre todas sus partes. Incluso los más dé­biles inicios de este cambio no datan de hace más de un siglo; muchos de sus aspectos más importantes se desarrollaron dentro del breve lapso de la vida de la actual generación. Difícilmente se puede creer que haya habido en toda la historia una revolución tan rápida, tan ex­tensa, tan completa. Gracias a ella la faz de la tierra se está trazando de nuevo, incluso en cuanto a su forma física; las fronteras políticas se eliminan y trasladan, como si en efecto fueran tan sólo líneas en un mapa; la población se concentra rápidamente en ciudades, llega­da desde todos los extremos de la tierra; las costumbres se alteran con sorprendente brusquedad y por completo; la investigación de las ver­dades naturales se estimula y facilita al infinito y su aplicación a la vida no sólo se vuelve factible, sino comercialmente indispensable. Hasta nuestras ideas e intereses morales y religiosos, que son los elementos más conservadores, por ser los más profundamente subyacentes de nuestra naturaleza, se han visto profundamente afectados. Es incon­cebible que semejante revolución tuviera en la educación un efecto sólo formal y superficial.

Tras el sistema de la fábrica está el sistema del hogar y del vecinda­rio. Quienes estamos aquí hoy sólo necesitamos retroceder en el tiem­po una, dos, o cuando más tres generaciones para llegar a una época en que el hogar era prácticamente el centro en el que se realizaban, o en torno al cual se concentraban, todas las formas típicas de traba­jo industrial. No sólo la mayoría de los vestidos que se usaban eran hechos en casa, sino que los miembros de la familia estaban por lo general familiarizados con la operación de trasquilar la oveja, cardar e hilar la lana y manejar el telar. En vez de oprimir un botón e inun­dar la casa de luz eléctrica, el proceso de obtener la luz era recorrido en toda una laboriosa trayectoria, desde el sacrificio del animal y la purificación de su grasa hasta la hechura de pabilos y confección de velas. Se surtía uno de harina, madera, alimentos y materiales de cons­trucción, de muebles, y hasta de clavos, bisagras, martillos, etc. en el mismo barrio, en talleres siempre abiertos a la inspección y que con frecuencia eran centros de reunión para los vecinos. Todo el proce­so industrial estaba a la vista, desde la producción de las materias pri­mas en la granja hasta que se comenzaba a utilizar el producto termi­nado. Y, además, prácticamente todos los miembros del hogar tenían su parte en el trabajo. Los niños, a medida que aumentaba su fuerza y destreza, eran iniciados gradualmente en los misterios de los diver­sos procesos. Era un asunto de interés inmediato y personal, que lle­gaba al punto de la participación activa misma.

No podemos pasar por alto que tal situación contenía factores for-mativos de la disciplina y del carácter: el entrenamiento en hábitos de orden y diligencia y la habituación a la idea de la responsabilidad, de la obligación de hacer algo, de producir algo en el mundo. Había siempre algo que de veras había que hacer, y una verdadera necesi­dad de que cada miembro del hogar hiciera fielmente su parte en co­laboración con otros. Personalidades que se volvían capaces de actuar eficazmente se criaban y probaban en el medio ambiente de la ac­ción. Aquí, de nuevo, no podemos pasar por alto la importancia que para fines pedagógicos tenía el conocimiento íntimo y de primera ma­no, la familiaridad así obtenida con la naturaleza, con cosas y mate­riales reales, con procesos reales de manipulación de materiales, así como el conocimiento obtenido de las necesidades y usos sociales de la naturaleza. En todo ello había un continuo entrenamiento de la fa­cultad de observación, de la inventiva, de la imaginación constructi­va, del pensamiento lógico, y de un sentido de la realidad adquirido por medio del contacto de primera mano con realidades concretas. La fuerza pedagógica del hilado y tejido doméstico, de la maderería, del molino de harina, de la barrilería y de la herrería del vecindario obraban en forma continua.

Ninguna cantidad de lecciones objetivas, programadas como tales para impartir información, puede ofrecer ni la sombra de un sustitu­to para el conocimiento adquirido sobre plantas y animales en la granja y en el jardín, simplemente viviendo en ellos y cuidándolos. Ninguna educación de los sentidos en la escuela, introducida con el fin de educarlos, puede comenzar a competir con la perspicacia y ple­nitud vital de los sentidos que resulta de la intimidad diaria y el in­terés cotidiano en las tareas familiares. La memoria verbal se puede entrenar aprendiéndose lecciones de memoria, se puede adquirir cierta disciplina de la facultad de razonamiento gracias al estudio de la ciencia y de las matemáticas; pero, después de todo, esto es algo bastante remoto y nebuloso en comparación con la educación de la atención y del juicio que se adquiere al tener que realizar tareas pa­ra las cuales hay un motivo real y que producen un resultado concre­to real. Actualmente la concentración de la industria y la división del trabajo prácticamente han eliminado el trabajo en el hogar y en el barrio, cuando menos en su aspecto pedagógico. Pero es inútil lamen­tar la pérdida de los buenos tiempos en que la infancia era modesta, respetuosa y obediente, si suponemos que podemos resucitarlos con quejas y exhortaciones. Lo que ha cambiado son las condiciones bá­sicas, y sólo bastará un cambio igualmente radical en la educación. Debemos reconocer que hay compensaciones: el aumento en la tole­rancia, en la amplitud del criterio social, el conocimiento más amplio de la naturaleza humana, la mayor perspicacia y refinamiento en la lectura de los signos exteriores del carácter y en la interpretación de las situaciones sociales, la mejor y más precisa adaptación a las perso­nalidades diversas, el contacto con actividades comerciales de mayor envergadura. Estas son consideraciones de gran importancia para el niño urbano de hoy, pero hay un verdadero problema: ¿cómo con­servar estas ventajas y sin embargo introducir en la escuela algo que represente el otro aspecto de la vida, tareas que exijan una responsa­bilidad personal y que entrenen al niño en relación con las realida­des físicas concretas de la vida?

Cuando volvemos nuestra atención hacia la escuela encontramos que una de las tendencias más notorias en la actualidad es la intro­ducción de las llamadas artes manuales o talleres y de artes domésti­cas como la costura, y la cocina.

Esto no se ha hecho "a propósito" y con plena conciencia de que la escuela debe ahora suplir ese factor pedagógico de la educación que antes proporcionaba el hogar; se ha procedido por instinto, ex­perimentando y descubriendo que ese tipo de trabajo capta vitalmen­te la atención de los alumnos y les da algo que no pueden obtener de otra manera. La conciencia de su verdadero sentido e importancia es todavía tan débil que el trabajo se cumple con frecuencia desgana­da, confusa, inconexamente. Las razones que se dan para justificarlo son dolorosamente insuficientes y a veces absolutamente equivocadas.

Si hubiéramos de preguntar, incluso a quienes ven con ojos más favorables la introducción de este tipo de trabajo en nuestro sistema escolar, imagino que en general descubriríamos que el principal mo­tivo que darían es que este tipo de trabajo interesa y absorbe a los alumnos y capta espontáneamente su atención. Los mantiene despier­tos y activos, en vez de pasivos y receptivos; los vuelve más útiles, más hábiles, y por lo tanto más inclinados a ser serviciales en su propia ca­sa; los prepara en cierta medida para las tareas prácticas de su vida posterior: a las niñas para gobernar con mayor eficiencia el hogar, si no precisamente para trabajar como cocineras o costureras; a los ni­ños (esto en el caso de que nuestro sistema educativo estuviera sufi­cientemente redondeado con escuelas de oficios) para sus futuros em­pleos. No subestimo el valor de estas razones. De las que sugiere el cambio de actitud en los mismos niños tendré algo que decir en el próximo capítulo, al hablar directamente de la relación de la escuela con el niño. Pero esta perspectiva es, en resumidas cuentas, innecesa­riamente estrecha. Debemos concebir a la herrería y la carpintería, al trabajo de telar, a la costura y la cocina, como métodos de aprender algo acerca de la vida, no como materias especializadas de estudio.

Debemos concebirlos en su significación social, como modelos de los procesos mediante los cuales se mantiene viva la sociedad, como medios de hacer ver a los niños algunas de las necesidades primarias de la vida en comunidad, y como formas en que estas necesidades han sido satisfechas por la creciente intuición e ingenio del hombre; en pocas palabras, como instrumentos mediante los cuales la escuela mis­ma se convertirá en una forma auténtica de vida comunal activa, en vez de ser un sitio aparte dedicado al aprendizaje de lecciones.

Una sociedad es un número equis de personas que se mantienen unidas porque están trabajando más o menos de la misma manera, con una actitud común, con referencia a propósitos comunes. Las ne­cesidades y objetivos comunes exigen un creciente intercambio de pensamientos y una armonía cada vez mayor de sentimientos. El mo­tivo de fondo de que la escuela, tal y como es actualmente, no pueda organizarse como una unidad social natural, es precisamente porque le falta este elemento de la actividad productiva en común. En el cam­po de juegos, en el deporte, la organización social se produce espon­tánea e inevitablemente. Hay algo que hacer, una actividad que llevar a cabo, que requiere de una división natural del trabajo, de la selec­ción de dirigentes y obedientes, de cooperación mutua y emulación mutua. En el salón de clases falta tanto el motivo como el cimiento de la organización social. Por el lado ético la trágica falla de la escue­la tal como es ahora, consiste en que intenta preparar a los futuros miembros de la sociedad en un medio ambiente del que están ausen­tes las condiciones indispensables del espíritu social.

La diferencia que surge y se hace evidente cuando se hace de los trabajos manuales y talleres centros en torno a los cuales se articula la vida escolar no es fácil de describir: es una diferencia de motiva­ción, de espíritu y de atmósfera. Al entrar en una cocina atareada en que un grupo de niños está ocupado en preparar alimentos la dife­rencia psicológica, el cambio de un estado receptor y reprimido más o menos pasivo e inerte a uno de bulliciosa y extrovertida energía, es tan evidente que le da a uno en la cara con la fuerza de una bofeta­da. Es, efectivamente, indudable que este cambio escandalizaría a quienes tienen rígidamente fijada su imagen de lo que es una escue­la. Pero el cambio en la actitud social es igualmente evidente. La me­ra absorción de verdades y datos es algo tan exclusivamente indivi­dual que tiende muy naturalmente a convertirse en egoísmo. No hay ninguna motivación social obvia para la adquisición de la mera infor­mación, no hay en ella ninguna evidente ganancia para la sociedad. De hecho, casi la única medida del éxito es competitiva, y esto en el peor sentido de la palabra: consiste en la comparación de los resulta­dos de la recitación de lo memorizado, o en el examen destinado a averiguar qué niño ha logrado adelantarse a los demás en el almace­namiento del máximo posible de información. Es tan cierto que ésta es la atmósfera predominante que el hecho de que un niño ayude a otro en su trabajo ha llegado a convertirse en un delito escolar. Cuan­do el trabajo escolar consiste meramente en aprender de memoria las lecciones, la ayuda mutua, en vez de ser la forma más natural de colaboración y asociación, se convierte en un esfuerzo clandestino pa­ra aligerar los deberes que propiamente le corresponden al vecino. Donde se trabaja activamente todo esto cambia. Ayudar a otros, en vez de ser una forma de caridad que emprobrece a quien la recibe, sirve sencillamente para contribuir a liberar las facultades y promo­ver los impulsos propios de la persona a quien se ayuda. Se da en con­secuencia un espíritu de libre comunicación, de intercambio de ideas, de sugerencias, de resultados, producto tanto de los éxitos como de los fracasos de anteriores experiencias, que se vuelve la característica dominante de la recitación. En la medida en que subsiste la emula­ción ésta consiste en la comparación de individuos, no con respecto a la cantidad de información acumulada a título personal, sino con respecto a la calidad del trabajo realizado, una auténtica medida co­munal de valor. De una manera informal, pero tanto más universal, la vida escolar se organiza sobre una base social.

Es dentro de esta organización que se encuentra el principio de la disciplina u orden escolar. El orden, por supuesto, es simplemente al­go relativo a un fin. Si se tiene el fin de que cuarenta o cincuenta ni­ños aprendan ciertas lecciones que serán recitadas al maestro, la dis­ciplina tendrá que dedicarse a obtener dicho resultado. Pero si el fin propuesto es el desarrollo de un espíritu de colaboración social y vi­da comunitaria, entonces la disciplina tiene que brotar de esto y ser relativa a esto. Hay poco orden de cierto tipo donde se están fabri­cando cosas; hay cierto desorden en cualquier taller; no hay silencio; las personas no se mantienen en posturas físicas fijas; sus brazos no están cruzados; no están sosteniendo sus libros de tal o cual manera. Están ocupadas en una variedad de tareas, hay la confusión, el aje­treo, que resulta de la actividad. Pero del trabajo, de la realización de tareas, que han de producir resultados, y de su realización en una for­ma sociable y cooperativa, nace una disciplina escolar propia. Toda nuestra concepción de la disciplina escolar cambia cuando adquiri­mos esta perspectiva. En momentos críticos todos nos damos cuenta de que la única disciplina que se queda con nosotros, la única educa­ción que se convierte en intuición, es la que se adquiere gracias a la vida misma. Decir que aprendemos de la experiencia, y de los libros y palabras ajenas únicamente en cuanto se relacionan con la propia ex­periencia, no es repetir frases huecas. Pero la escuela se ha colocado de tal modo aparte, se ha aislado de tal manera de las condiciones y motivaciones normales de la vida, que el sitio a donde se envía a los niños para que adquieran disciplina es el lugar en que resulta más di­fícil adquirir experiencia, madre de toda disciplina digna de tal nom­bre. Es sólo cuando predomina una imagen estrecha y rígida, tradi­cional, de la disciplina escolar, que se corre peligro de olvidar esa disciplina más profunda e infinitamente más amplia que resulta de desempeñar un papel en el trabajo constructivo, de contribuir a un resultado que, social en espíritu, no es por ello menos evidente y tan­gible en su forma y que se da por ello en una forma con referencia a la cual se pueden exigir responsabilidades y evaluar resultados con precisión.

Lo que hay que tener ante todo en cuenta, pues, respecto de la introducción en la escuela de diversas formas de ocupación activa, es que mediante ellas se renueva todo el espíritu de la escuela. Se le da así la oportunidad de afiliarse a la vida, de convertirse en el me­dio ambiente del niño, donde aprende a través de una vida dirigida, en vez de ser sólo un sitio en que se aprenden lecciones que se refie­ren abstracta y remotamente a alguna posible vida que tendrá en el futuro. Se le da así la oportunidad de ser una comunidad en minia­tura, una sociedad embrionaria. Este es el hecho fundamental, y en él se originan fuentes continuas y ordenadas de instrucción. Bajo el régimen industrial antes descrito, el niño, después de todo, partici­paba en el trabajo no por compartirlo, sino con vistas a la obtención de un producto. Las enseñanzas derivadas eran reales, pero inciden­tales y dependientes. En cambio en la escuela las labores están libe­radas de toda presión económica. La meta propuesta no es el valor económico de los productos sino el desarrollo de las facultades so­ciales y de la comprensión profunda de lo que es la sociedad. Es su liberación de toda estrecha consideración utilitaria, su apertura a las posibilidades del espíritu humano, lo que hace de estas actividades escolares prácticas aliadas del arte y centros de enseñanza científica e histórica.

La unidad de todas las ciencias se da en la geografía. La importan­cia de la geografía consiste en que presenta a la tierra como la sede perdurable de los trabajos del hombre. El mundo desprovisto de su relación con la actividad humana es menos que un mundo. La indus­tria y los éxitos humanos, separados de sus raíces en la tierra, no son ni siquiera un sentimiento, casi ni siquiera un nombre. La tierra es la fuente última de todos los alimentos del hombre. Es su albergue y protección, la materia prima de todas sus actividades, y el hogar a cu­ya humanización e idealización se dirigen a la larga los resultados ob­tenidos por sus esfuerzos. Es el gran campo, la gran mina, la gran fuente de esas formas de energía que son la luz, el calor y la electrici­dad; el gran escenario constituido por océanos, ríos, montañas y pla­nicies, del cual toda nuestra agricultura y minería y maderería, todas nuestras instalaciones manufactureras y distributivas, no son sino ele­mentos y factores parciales. Es a través de oficios determinados por este medio ambiente que el hombre ha logrado todo su progreso his­tórico y político. Es a través de estas actividades que se ha desarrollado la interpretación intelectual y emocional de la naturaleza. Es a través de lo que hacemos en y con el mundo que desciframos su significa­do y medimos su valor.

En términos pedagógicos esto significa que el desarrollo de estas la­bores en la escuela no será un mero recurso práctico o empleo rutina­rio, que no se propondrá la obtención por los alumnos de una mejor destreza técnica en cuanto cocineros, costureros o carpinteros, sino que serán centros activos en los cuales se adquiera una comprensión científica de los materiales y procesos naturales, puntos de partida des­de los cuales se llevará a los niños al conocimiento del desarrollo his­tórico del hombre. El verdadero sentido de lo que digo se puede co­municar mejor refiriéndonos a un ejemplo tomado del trabajo escolar real que con un discurso de tipo general.

No hay nada que extrañe más al visitante inteligente común que ver, no sólo a niñas, sino también a niños de diez, doce y trece años, ocupados en coser y tejer. Si vemos esto desde la perspectiva de la pre­paración de los niños para que puedan más tarde coser botones y parches, obtenemos sólo una concepción estrecha y utilitaria, que di­fícilmente justificaría concederle importancia especial a este tipo de trabajo en la escuela. Pero si consideramos el asunto desde otro pun­to de vista, vemos que este trabajo ofrece un punto de partida desde el cual el niño puede repasar la trayectoria del progreso del hombre a lo largo de la historia, compenetrándose, además, mentalmente, es decir, adquiriendo un conocimiento profundo y de primera mano de los materiales usados y los principios mecánicos involucrados. En relación con dichos oficios se recapitula el desarrollo histórico del hombre. Por ejemplo, se da a los niños en primer lugar la materia pri­ma, las fibras de lino, la planta de algodón, la lana trasquilada (si pu­diéramos llevarlos al lugar donde se trasquila ovejas, sería tanto me­jor). Luego se estudian estos materiales desde el punto de vista de su adaptación a los usos que pueden dárseles. Por ejemplo, se compara la fibra de algodón con la de la lana. Yo no sabía, hasta que me lo di­jeron los niños, que el motivo del desarrollo tan tardío de la indus­tria algodonera en comparación con la de los tejidos de lana es que la fibra de algodón es extremadamente difícil de separar manualmen­te de las semillas. Los niños de un grupo trabajaron durante treinta minutos para separar las fibras de algodón del boíl y las semillas, y só­lo lograron obtener algo menos de una onza. Era fácil para ellos creer que un individuo sólo podía obtener una libra de algodón al día tra­bajando manualmente, y pudieron entender por qué sus ancestros usaban ropa de lana y no de algodón. Entre otras cosas que descu­brieron con respecto a su uülidad comparativa, una fue lo corto de la fibra de algodón en comparación con la de lana, siendo la primera como un décimo de pulgada de larga, mientras que la segunda tiene una pulgada; además de que las fibras de algodón son lisas y no se pe­gan entre sí, mientras que las de lana tienen cierta aspereza que ha­ce que las fibras se peguen, lo cual facilita el hilado. Los niños llega­ron a todas estas conclusiones por sí mismos, al trabajar con el material, asistidos por preguntas y sugerencias del maestro.

Luego recorrieron los procesos necesarios para convertir las fibras en tela. Reinventaron el primer bastidor para cardar lana: un par de tablas con alfileres. Reinventaron el proceso más sencillo para hilar lana: una piedra horadada o algún otro objeto pesado a través del cual se pasara la lana y que, al girar, fuera tirando de la fibra y extra­yéndola; en seguida el trompo, que se hacía girar en el suelo, rete­niendo los niños la lana en sus manos mientras el trompo tiraba gra­dualmente de ella y la enredaba. Luego se introduce a los niños en la siguiente invención de acuerdo con el orden histórico, que descu­bren experimentalmente, comprendiendo así su necesidad y siguien­do paso a paso sus consecuencias, no sólo para esa industria en par­ticular, sino para las formas de vivir en sociedad, pasando de esta forma revista a todo el proceso hasta llegar al telar actual y todo lo re­lacionado con la aplicación de la ciencia al aprovechamiento de las posibilidades de que disponemos ahora. No es necesario referirme al conocimiento científico involucrado en todo esto: al estudio de las fi­bras, de las caracterísúcas geográficas, de las condiciones bajo las cua­les se cultivan las materias primas, de los grandes centros de manu­factura y distribución, de los principios físicos involucrados en la maquinaria productiva; ni tampoco del conocimiento histórico, de la influencia que tuvieron estos inventos sobre la humanidad. Se puede resumir la historia de toda la humanidad en la evolución de las fibras de lino, algodón y lana hasta convertirse en ropa. No quiero decir que éste sea el único, o el mejor centro [para dicho aprendizaje]. Pero es cierto que con él se abren ciertas vías muy reales e importantes hacia la consideración de la historia de la raza, que inicia en el conocimien­to de influencias mucho más fundamentales y determinantes de las que aparecen en los registros de datos políticos y cronológicos que generalmente se presentan como historia.

Ahora bien, lo que es cierto en este caso de las fibras utilizadas en las telas (y, por supuesto, sólo he hablado de una o dos fases elemen­tales del proceso) es cierto también en mayor o menor medida para todo material utilizado en cualquier oficio, así como para los proce­sos empleados. El trabajo proporciona al niño una motivación autén­tica; le da experiencia de primera mano; lo pone en contacto con rea­lidades. Hace todo esto, pero además se liberaliza (o humaniza) en todas sus partes mediante su traducción a los correspondientes valo­res históricos y sociales y equivalencias científicas. Al desarrollarse la mente del niño e ir ganando en capacidad de conocimientos el tra­bajo del taller deja de ser una mera ocupación agradable y se vuelve cada vez más un medio, un instrumento, un órgano, y de esa mane­ra se transforma.

Esto a su vez influye en la enseñanza de la ciencia. Bajo las condi­ciones actuales toda actividad, para que tenga éxito, tiene que ser di­rigida de alguna forma por el experto científico, se trata de un caso de ciencia aplicada. Este hecho debería determinar su sitio en la edu­cación. No es únicamente que las labores, los llamados trabajos ma­nuales o industriales desarrollados en la escuela, den oportunidad de introducir la enseñanza científica que los ilumina, que los vuelve im­portantes, cargados de significado, en vez de ser meros artificios ma­nuales y visuales; sino que la comprensión científica así obtenida se vuelve un instrumento indispensable de la libre y activa participación en la vida social moderna. Platón habla en alguna parte del esclavo como alguien que en sus acciones no expresa sus propias ideas, sino las de otro hombre. Es ahora un problema social nuestro, y más ur­gente todavía que en la época de Platón, [lograr] que haya método, propósito, entendimiento en la conciencia de quien hace el trabajo, que su actividad tenga sentido para él mismo.

Cuando las labores manuales escolares se conciben de esta mane­ra amplia y generosa sólo puedo maravillarme de las objeciones que tan frecuentemente se repiten: que tales ocupaciones están fuera de lugar en la escuela porque son materialistas, utilitarias, o incluso ser­viles en su tendencia. A veces me parece que quienes hacen estas ob­jeciones deben vivir en un mundo diferente. El mundo en que vivi­mos la mayoría de nosotros es un mundo en que todos tienen una vo­cación y oficio, algo que hacer. AJgunos son administradores y otros subordinados. Pero es de suma importancia, tanto para uno como pa­ra otro, que cada uno haya tenido la educación que le permita ver en su trabajo cotidiano todo lo que hay en él de significación amplia y humana. ¡Cuántos empleados son hoy en día meros apéndices de las máquinas que operan! Esto puede deberse en parte a la máquina mis­ma o al sistema que concede tanta importancia a los productos de la máquina; pero también se debe indudablemente en gran medida al hecho de que el trabajador no ha tenido oportunidad de desarrollar su imaginación y su comprensión de los valores sociales y científicos involucrados en su trabajo. Actualmente los impulsos elementales o radicales que están en la base del sistema industrial no reciben en la práctica ninguna atención, o bien de hecho se distorsionan durante el periodo de la educación escolar. Mientras no se manejen sistemá­ticamente los instintos constructivos y productivos en la infancia y la juventud, mientras no se eduquen en direcciones sociales, se enri­quezcan con la interpretación histórica, se controlen e iluminen por los métodos científicos, no estaremos en posición de localizar siquie­ra la fuente de nuestros males económicos, mucho menos de enfren­tarnos a ellos eficazmente.

Si retrocedemos unos siglos encontramos un virtual monopolio del conocimiento. Cuando se hablaba de la posesión de conocimientos el término era en verdad afortunado. La adquisición de conocimientos era un asunto de clase. Este era un resultado necesario de las condi­ciones sociales. No existía medio alguno por el cual se hubiera podi­do dar acceso a la multitud a los recursos intelectuales. Estos estaban almacenados y escondidos en manuscritos. De estos manuscritos ha­bía, en el mejor de los casos, sólo unos cuantos ejemplares copiados a mano y se requería una larga y laboriosa preparación para aprove­charlos. Un alto sacerdocio del conocimiento, que custodiaba el te­soro de la verdad y lo impartía gota a gota a las masas bajo severas res­tricciones, fue la expresión inevitable de esa situación. Pero, como resultado directo de la revolución industrial de que hemos estado ha­blando, estas condiciones cambiaron. Se inventó la imprenta; se co­mercializó. Los libros, las revistas, los periódicos se multiplicaron, su precio bajó. Como resultado de la llegada de la locomotora y el telé­grafo se produjo la intercomunicación frecuente, rápida, y barata, gracias al correo y la electricidad. Se facilitaron los viajes; se facilitó infinitamente la libertad de movimiento, con su consiguiente inter­cambio de ideas. El resultado ha sido una revolución intelectual. Los conocimientos se han puesto en circulación. Aunque hay todavía, y probablemente siempre habrá, una clase partictdar dedicada espe­cialmente a la investigación, de aquí en adelante es imposible la exis­tencia de una clase aparte dotada de conocimientos. Eso es un ana­cronismo. El conocimiento ya no es un sólido inmóvil; ha sido convertido en fluido. Está circulando activamente en todas las co­rrientes de la misma sociedad.

Es fácil ver que esta revolución operada en los materiales del cono­cimiento conlleva un marcado cambio en la actitud del individuo. Los estímulos intelectuales nos llegan a raudales y de maneras infinita­mente diversas. La vida meramente intelectual, la vida del erudito, se valora en una forma muy distinta. Los términos académico y enidito, en vez de ser títulos de honor, se están convirtiendo en términos de reproche.

Pero todo esto significa que tiene que haber por fuerza un cambio en la actitud de la escuela, del cual estamos todavía muy lejos de dar­nos plena cuenta. Nuestros métodos de enseñanza escolar, y en gran medida nuestros programas de estudio, han sido heredados del pe­riodo en que el conocimiento y dominio de ciertos símbolos, que ofrecían la única vía de acceso al conocimiento, eran de capital im­portancia. Sin embargo los ideales de este periodo nos siguen en gran medida dominando, aunque hayan cambiado exteriormente los mé­todos y materias de estudio. Oímos a veces que se desalienta la intro­ducción de las labores manuales, de las artes y de las ciencias en las escuelas primarias, e incluso en las secundarias, alegando que tien­den a producir especialistas, que le quitan algo a nuestro actual plan educativo, que se propone una cultura generosa, liberal [o sea huma­nista] . Esta objeción sería risible si no fuera tan frecuentemente efi­caz que resulta trágico. Es nuestra educación actual la altamente es­pecializada, unilateral y estrecha. Es una educación dominada casi completamente por el concepto medieval de la erudición. Es algo que satisface en general sólo el aspecto intelectual de nuestras naturale­zas, nuestro deseo de aprender, de acumular información y obtener el dominio sobre los símbolos del conocimiento; y no nuestros impul­sos y tendencias a hacer, a actuar, a crear, a producir, sea en una for­ma útil o en una artística. El hecho mismo de que se rechacen las la­bores manuales, el arte y la ciencia calificándolos de técnicos y ten­dientes a la mera especialización, es tan buena prueba como pudie­ra ofrecerse de lo especializado de la meta de la educación actual. Si la educación no se hubiera identificado virtualmente con los oficios exclusivamente intelectuales, con el conocimiento en cuanto tal, to­dos estos materiales y métodos serían bienvenidos, serían recibidos con la mayor hospitalidad.

Mientras que la preparación para las profesiones eruditas se consi­dera como el arquetipo de la cultura, como una educación liberal por antonomasia, la preparación para convertirse en mecánico, músico, abogado, doctor, granjero, comerciante o administrador de un ferro­carril se considera como exclusivamente técnica y profesional. La con­secuencia es la que vemos en todas partes, la división en personas "cul­tas" y "trabajadores", la separación de teoría y práctica. Apenas el 1 % de toda la población escolar alcanzajamás lo que llamamos educación superior, sólo el 5% llega a la escuela secundaria y mucho más de la mitad abandona la escuela antes de terminar el quinto año de prima­ria. El hecho escueto es que en la gran mayoría de los seres humanos el interés propiamente intelectual no es el dominante, sino el impul­so y disposición llamado práctico. En muchos de aquellos en quienes por naturaleza predomina el interés intelectual las condiciones socia­les impiden su adecuada realización. En consecuencia la inmensa ma­yoría de los alumnos abandona la escuela en cuanto ha adquirido los rudimentos del conocimiento, en cuanto aprende el mínimo suficien­te de los símbolos de lectura, escritura y cálculo que les puede ser de utilidad práctica para ganarse la vida. Mientras quienes dirigen nues­tra educación hablan de la cultura, del desarrollo de la personalidad, etc., como metas de la educación, la gran mayoría de quienes pasan por la escuela sólo la consideran como un instrumento estrechamen­te utilitario con el cual ganar pan y manteca suficientes para una vida restringida. Si concibiéramos en forma menos exclusiva nuestras me­tas y fines pedagógicos, si introdujéramos en los procesos de la edu­cación escolar las actividades que atraen a aquellos cuyo interés pre­dominante es hacer y actuar, veríamos crecer la influencia de la escuela sobre sus miembros y volverse más vital, más prolongada, y con un componente mayor de cultura.

¿Pero qué objeto üene que haga yo una exposición tan laboriosa? Es obvio que nuestra vida social ha pasado por un cambio completo y radical. Si ha de tener sentido alguno la educación para nuestra vi­da, debe pasar por una transformación igualmente completa. Esta transformación no es algo que pueda aparecer súbitamente, cumplir­se en un día mediante un acto de voluntad consciente. Está ya en marcha. Las modificaciones de nuestro sistema de enseñanza esco­lar que con frecuencia parecen (incluso a quienes más directamen­te conciernen, para no hablar de los espectadores) meros cambios de detalle, meras mejorías dentro del mecanismo escolar, son en rea­lidad signos y pruebas de dicha evolución. La introducción de los ta­lleres y labores manuales, del estudio de la naturaleza, de la ciencia elemental, del arte, de la historia; la relegación de lo meramente sim­bólico y formal a una posición secundaria; el cambio habido en el ambiente moral de la escuela, en la relación de maestros y alumnos, en la disciplina; la introducción de factores más acúvos, expresivos, y autodirectivos, todos éstos no son meros accidentes, sino necesida­des de la evolución social más amplia. Sólo queda organizar todos es­tos factores, apreciarlos en la plenitud de su significado, y poner a los ideales implícitos en posesión completa de nuestro sistema escolar. Hacer esto significa hacer de cada una de nuestras escuelas un cen­tro de vida comunitaria en embrión, en el cual se realicen activamen­te labores que reflejen la vida de la sociedad más amplia y que esté imbuido en todas sus partes con el espíritu del arte, de la historia y de la ciencia. Cuando la escuela introduzca y prepare a cada hijo de la sociedad como miembro de semejante pequeña comunidad, satu­rándolo del espíritu de servicio a sus semejantes, y proporcionándo­le los instrumentos para dirigirse a sí mismo más eficazmente, ten­dremos la más profunda y mejor garantía de una sociedad más amplia, digna, amable y armoniosa.