Thomas Jefferson

THOMAS JEFFERSON 

ThomasJefferson nació en el año 1743, en Shadwell, en lo que era entonces la colonia británica de Virginia. Si bien su madre provenía de una familia aris­tocrática de largo abolengo, el padre era un agrimensor autodidacta que se había hecho de tierras a base de su propio trabajo, y no por herencia. Al mo­rir éste dejó a ThomasJefferson la mayor parte de su hacienda, que compren­día algunos cientos de hectáreasjunto con los esclavos necesarios para traba­jarlas, y la mejor educación que era posible obtener en el nuevo mundo. Después de unos años de estudios a nivel primario el joven ingresó en el Wi-lliam and Maiy College, de Williamsburg, única institución de educación su­perior con que contaba Virginia. Posteriormente estudió leyes durante cin­co años, recibiéndose de abogado litigante en 1767, aunque su educación desbordaba ampliamente dicha especialización ya que, aparte de su dominio de lenguas europeas y clásicas, tenía profundos conocimientos de historia y filosofía, era aficionado a la ciencia, la arquitectura, la literatura y amante de la música.

Su vida pública se inició en 1769, año en que fue elegido miembro de la asamblea de burgueses del condado de Albemarle, puesto de importancia lo­cal que fue el primero de una larga carrera política. Más tarde fue miembro de la primera convención revolucionaria de Virginia, del Segundo Congre­so Continental (o sea de las colonias británicas) en Filadelfia, encabezó el co­mité que redactó la Declaración de Independencia de las colonias británicas, fue gobernador de Virginia, miembro del Congreso de la Unión, miembro del comité encargado de negociar tratados comerciales con los países euro­peos, embajador de Estados Unidos en Francia, y secretario de Relaciones Exteriores durante la presidencia de Washington. Sugirió, además, las pri­meras enmiendas a la Constitución norteamericana, documento de corte conservador que fue aprobado durante su ausencia en Francia; gracias a es­tas enmiendas se establecieron los derechos del ciudadano norteamericano, integrándolos a la Constitución en forma permanente. Por último, después de encabezar al Partido Republicano en la lucha por la democratización y descentralización del país contra los federalistas, que deseaban un gobierno fuerte y favorecían los intereses del incipiente capitalismo con base en Nue­va York, Jefferson llegó a la presidencia gracias al triunfo electoral que se conoció como la Revolución de 1800, por reivindicarse con él los ideales demo­cráticos originales de la Revolución de independencia.

La obra escrita de Jef'ferson está dispersa y toma muchas formas, desde los documentos de importancia histórica, como la Declaración de Independencia -que el lector verá citada múltiples veces en el curso de esta antología- has­ta sus Notas sobre el estado de Virginia, libro en que describe la geografía, pobla­ción, historia, costumbres, flora y fauna de su estado natal, y que nació como respuesta a las preguntas de un embajador francés. Es en especial interesan­te su copiosa correspondencia personal en la que, libre en parte de las habi­tuales trabas del político para exteriorizar sus opiniones, analiza o comenta cuestiones de lo más diversas, que abarcan desde la arquitectura, la amistad, las costumbres europeas y la educación de los jóvenes, hasta cuestiones de teoría política o filosofía.

Al leer a Jefferson (como también a Paine, o a Franklin) hay que tomar en cuenta que las ideas que exponen no son originales, sino que tienen las más variadas raíces, remontándose a filósofos franceses e ingleses de los si­glos xvii y xvni y a los autores de la Antigüedad clásica. Estos autores podían ser conocidos directamente, pero, además, sus ideas circulaban de manera indirecta a través de la abundante literatura panfletaria a la que hemos alu­dido al hablar de Paine. De hecho, la controversia pública realizada a través de la literatura de panfletos había vuelto moneda corriente una gran canti­dad de conceptos y posiciones filosóficas, de manera que habían pasado a formar parte del vocabulario mental del ciudadano común. Jefferson, sin em­bargo, tenía una amplísima cultura filosófica adquirida mediante la lectura de los originales, incluso griegos y latinos, y una sólida formación intelectual. Por cierto que también él escribió panfletos influyentes, como la Visión suma­ria de los derechos de la América británica, aparecido en 1774, en que declara que los norteamericanos tienen el derecho natural de gobernarse a sí mismos.

Es importante observar que Jefferson, que era un político práctico, some­tido a las peripecias de la lucha partidista, y que, siendo blanco de críticas ex-cepcionalmente virulentas por parte de sus opositores, no siempre decía to­do lo que pensaba. A semejanza de Lincoln pero a diferencia de Paine, a quien no detenía ninguna consideración humana para exteriorizar todo su pensamiento y seguir sus razonamientos hasta sus últimas consecuencias, Jef­ferson, que ocupaba puestos de enorme responsabilidad, procuraba mode­rar al menos parcialmente la expresión de sus ideas.

En lo que respecta a su posición ante la esclavitud y sus juicios sobre la ra­za negra también hay que tomar en cuenta el momento histórico en que vi­vió. Jefferson abominaba de la esclavitud e hizo todo lo posible por encon­trar alguna forma de ponerle fin, proponiendo que se prohibiera su exten­sión a los nuevos territorios y formulando planes para la emancipación o li­beración gradual de los negros. Sin embargo -y en esto los más avanzados de sus contemporáneos no iban más allá que él- dudaba de que el negro fuera capaz de igualar al blanco moral e intelectualmente y le horrorizaba la idea de que se mezclaran las razas por temer que el resultado fuera la degenera­ción de la blanca. Sin embargo una carta suya, donde da respuesta a un liber­to negro científico que le había enviado un trabajo, revela que su increduli­dad no era dogmática, ya que manifiesta una gran alegría ante tal prueba de la capacidad intelectual inherente a la raza negra.

También es necesario juzgar en su contexto histórico el imperialismo ins­tintivo de Jefferson, que condujo a la compra durante su presidencia, de la Luisiana, iniciándose así la expansión imperialista de las trece colonias ori­ginales. La verdad es que los habitantes de estas colonias británicas tenían ya puesta la mirada en el resto del continente, al cual se sentían, en el fon­do, con pleno derecho. Como sabemos, en un principio el continente se ex­tendía hasta el océano Pacífico. Más tarde, comenzó a crecer hacia el sur. En todo caso, ya desde la época de Jefferson, se preveía una expansión sin lími­tes de la población y una necesidad creciente de territorio. La solución de Jefferson era comprarlo, pero resulta curioso que tan ardiente defensor del derecho a la autodeterminación no se detuviera a considerar que el comprar un territorio sin el consentimiento de sus pobladores, adjudicándoles así una nacionalidad que posiblemente no deseaban y un gobierno que no habían elegido, constituía una flagrante violación de sus derechos humanos.

A pesar de estas cavilaciones Jefferson resulta la figura más plenamente identificada con los ideales democráticos de la Revolución norteamericana y lo cierto es que, si bien el hombre se pudo quedar corto, sus palabras fijaron en forma permanente los ideales por los que siguieron luchando los nortea­mericanos progresistas de generaciones posteriores, y por los que siguen lu­chando todavía, a pesar de los interminables tropiezos y obstáculos de todo tipo y de las corrientes contrarias dentro de la misma opinión pública nor­teamericana.

Entre los planes más interesantes propuestos por Jefferson hay uno que no pudo ver realizado por no lograr su aprobación en el congreso del esta­do de Virginia: un programa de educación pública gratuita que abarcaría desde la primaria hasta la universidad, y que serviría para preparar buenos ciudadanos y buenos gobernantes. Este defensor de la democracia era per­fectamente consciente de que el funcionamiento adecuado de la misma de­pende de un nivel cultural lo suficientemente alto y general para que el voto no sea manipulable y las elecciones reflejen una opinión pública inteli­gente y bien informada. Si bien este plan fue rechazado, se aprobó en cam­bio el establecimiento de una universidad del estado de Virginia, y a la reali­zación de este plan dedicó sus últimos años. Jefferson murió un año después de que abriera sus puertas esta universidad, y cincuenta después de la decla­ración de independencia, el 4 de julio de 1826, en Monticello. 

notas sobre el estado de virginia [Fragmento]

Pregunta xvti: Respecto de la religión: ¿cuáles son las distintas religio­nes que hay en ese estado?

Los primeros colonos de esta tierra fueron emigrantes venidos de In­glaterra, afiliados a la Iglesia anglicana, justamente en el momento en que ésta se encontraba satisfecha de haber triunfado por comple­to sobre todas las demás sectas religiosas. Posesionados, como llega­ron a estarlo, de todos los poderes para hacer, administrar y ejecutar las leyes, mostraron igual intolerancia en este país con sus hermanos presbiterianos, que habían emigrado al norte. Los pobres cuáqueros venían huyendo de la persecución en Inglaterra. Volvían los ojos a es­tos nuevos países como asilos de libertad civil y religiosa, pero las en­contraron libres únicamente para la secta reinante. Varias leyes de la asamblea de Virginia de 1659, 1662 y 1693 habían vuelto delito suje­to a castigo el que los padres se negaran a hacer bautizar a sus hijos; habían prohibido las asambleas de los cuáqueros; habían vuelto deli­to sujeto a castigo que el capitán de un barco trajera a un cuáquero a este estado; habían ordenado que los que ya estaban aquí, y los que llegaran en adelante, fueran encarcelados hasta que renunciaran a vivir en este país; habían prescrito un castigo menos riguroso para su primero y segundo regreso, pero la pena de muerte para el tercero; habían prohibido a todos tolerar sus reuniones dentro o cerca de sus casas, recibirlos socialmente en cuanto individuos, o manejar libros que apoyaran sus principios. Si no hubo aquí, como en Nueva Ingla­terra, ninguna ejecución, esto no se debió a lo moderado de la Igle­sia, o al ánimo de los legisladores -como se deduce de las leyes mis­mas- sino a circunstancias históricas cuyo conocimiento no se nos ha trasmitido. Los anglicanos retuvieron el pleno dominio sobre esta tie­rra alrededor de un siglo. Luego comenzaron a deslizarse gradual­mente en ella otras opiniones, y, como el gran empeño del gobierno en sostener a su propia iglesia había procreado una equivalente in­dolencia en su clero, las dos terceras partes del pueblo se habían con­vertido en disidentes al iniciarse la actual revolución. Las leyes, de he­cho, seguían oprimiéndolos, pero el espíritu, de una parte, había amainado convirtiéndose en moderación, y de la otra había llegado a tal grado de decisión que se hacía respetar.

El estado actual de nuestras leyes con respecto a la religión es el si­guiente: la convención de mayo de 1776, en su declaración de dere­chos, declaró que era una verdad y un derecho natural que el ejerci­cio de la religión debe ser libre; pero cuando procedieron a redactar con base en esa declaración las ordenanzas del gobierno, en vez de tomar cada uno de los principios declarados en la carta de derechos y protegerlos mediante sanciones legales, se saltaron el que afirmaba nuestros derechos religiosos, dejando a éstos en la misma situación en que se encontraban antes. Sin embargo la misma convención, al reunirse como parte de la asamblea general de octubre de 1776, abro­gó todas las leyes del parlamento [inglés] que habían convertido en crimen el sostenimiento de cualquier opinión [disidente] en. cues­tiones religiosas al dejar sin reparar las iglesias, y el ejercicio de cual­quier [otra] forma de culto; suspendió además las leyes que asigna­ban salarios al clero, suspensión que se volvió perpetua en octubre de 1779. Habiéndose eliminado de esta forma las opresiones instituidas en materia religiosa, quedamos ahora sometidos únicamente a las im­puestas por la ley común [consuetudinaria] o por las leyes promulga­das por nuestra propia asamblea. Ante la ley consuetudinaria común la herejía era un delito capital cuya pena era la muerte por fuego. Su definición correspondió a jueces eclesiásticos hasta que se volvió li­mitada por el Estatuto de I El. c. i., que estableció que nada podía de­clararse herejía sino lo que hubiera sido determinado como tal por la autoridad de las escrituras canónicas, o por uno de los primeros cuatro concilios generales, o por algún otro concilio que fundamen­tara su dictamen en las expresas e inconfundibles palabras de las es­crituras. Siendo la herejía, así delimitada, una ofensa ante la ley co­mún, la ley de nuestra asamblea (octubre de 1777, c. 17.) remite su conocimiento al tribunal general, al declarar que la jurisdicción de dicho tribunal será general para todos los asuntos concernientes a la ley común.

Por ley de nuestra propia asamblea (1805, c. 30) si una persona educada en la religión cristiana niega que Dios existe, o niega la tri­nidad, o afirma que hay más que un solo dios, o niega que la religión crisüana es verdadera o que las escrituras son de autoridad divina es castigable a la primera ofensa privándolo del derecho a presentar de­mandas ante los tribunales, recibir donaciones o herencias, ser tutor, ejecutor o administrador, y con tres años de cárcel sin derecho a li­bertad bajo fianza. Como el derecho del padre a la custodia sobre sus propios hijos se funda legalmente en su derecho a fungir como tutor, al quitársele éste se le pueden, por supuesto, arrancar a sus hijos y co­locarlos, por autoridad del tribunal, en manos más ortodoxas. Tal es, brevemente resumida, la esclavitud religiosa bajo la cual ha estado dispuesto a seguir un pueblo que ha gastado vidas y fortunas en abun­dancia para establecer su libertad civil.

No parece haberse extirpado de manera adecuada el error según el cual las operaciones de la mente, tanto como las acciones del cuer­po, quedan sujetas a la coerción de la ley. Pero nuestros gobernantes sólo pueden tener sobre tales derechos naturales la autoridad que nosotros les hayamos concedido. Los derechos de la conciencia ja­más los sometimos a su autoridad, no podíamos hacerlo. De ellos so­mos responsables ante nuestro Dios. Los legítimos poderes del go­bierno sólo se extienden a aquellas acciones que puedan ser perjudiciales a otros. Pero no me perjudica en forma alguna que mi vecino diga que hay veinte dioses, o ninguno. Con ello no me saca dinero de la bolsa, ni me rompe una pierna. Si se dice que no puede confiarse en su testimonio ante los tribunales, que se rechace, pues, y caiga sobre él el estigma. La constricción puede hacer de él un hi­pócrita, pero jamás hará de él un hombre más veraz. Puede fijarlo obstinadamente en sus errores, pero no lo curará de ellos. Los úni­cos agentes eficaces contra el error son la razón y el libre cuestiona-miento. Dadles rienda suelta, ellos apoyarán la verdadera religión al citar a toda religión falsa ante su tribunal y someterla a la prueba de su inquisición. Ellos son los enemigos naturales del error, y sólo del error. Si el gobierno romano no hubiera permitido el libre cuestio-namiento el cristianismo jamás habría sido introducido. Si no se hu­biera autorizado el libre cuestionamiento en la época de la Reforma no se hubieran podido expurgar las corrupciones de la cristiandad. Si se restringe ahora las corrupciones actuales serán protegidas y alentadas otras nuevas. Si el gobierno nos prescribiera nuestras me­dicinas y dietas nuestros cuerpos estarían bajo una custodia compara­ble a la que se ejerce actualmente sobre nuestras almas. Fue así como en Francia se prohibió alguna vez la purga como medicina y la papa como alimento. El gobierno es igualmente infalible cuando se pone a decidir los sistemas en el terreno de la física. A Galileo lo enviaron ante la Inquisición por afirmar que la Tierra era una esfera: el gobier­no la había declarado tan plana como un plato, y Galileo se vio obli­gado a abjurar de su error. Su error, sin embargo, prevaleció a la lar­ga, y el mundo se convirtió en un globo, y entonces Descartes declaró que este globo era obligado a girar en torno de su eje por un remo­lino. El gobierno bajo el cual vivió era lo bastante cuerdo para darse cuenta de que ésta no era una cuestión que correspondiera a la ju­risdicción civil, de lo contrario se nos habría involucrado a todos, por su autoridad, en remolinos. De hecho los remolinos como teoría han sido descartados y el principio de gravedad de Newton está hoy más firmemente establecido sobre el fundamento de la razón que si se en­trometiera un gobierno a convertirlo en artículo de fe. Se ha hecho campo a la razón y la experimentación y el error ha huido ante ellas. Únicamente el error necesita el apoyo de un gobierno. La verdad se sostiene sobre sus propios pies. Sométase una opinión a la coerción: ¿a quiénes se nombrará inquisidores? A hombres falibles; a hombres gobernados por malas pasiones, por razones privadas tanto como pú­blicas. ¿Y por qué someterla a la coerción? Para producir uniformi­dad. ¿Pero es deseable la uniformidad de opinión? No más que la de rostros y estatura. Introdúzcase pues el lecho de Procrusto y, como hay peligro de que los altos venzan a los rechonchos, hágannos a to­dos del mismo tamaño, abreviando de un hachazo a los primeros y estirando a los segundos. La diferencia de opiniones es provechosa en cuestiones de religión. Las diversas sectas cumplen el oficio de cen-soras de las costumbres unas respecto de otras. ¿Es posible alcanzar la uniformidad? Millones de hombres, mujeres y niños inocentes han sido quemados vivos, torturados, multados, encarcelados, desde que se introdujo el cristianismo; y sin embargo no por ello hemos avan­zado una pulgada hacia la uniformidad. ¿Cuál ha sido el efecto de la coerción? Hacer de una mitad del mundo tontos, y de la otra hipó­critas. Apoyar a la vileza y el error en toda la Tierra. Reflexionemos en que está habitada por mil millones de seres humanos. Que éstos profesan probablemente un millar de sistemas religiosos diferentes. Que el nuestro no es sino uno de esos mil sistemas. Que si hay uno solo correcto, y el nuestro es ése, quisiéramos ver a las 999 sectas errantes reunidas en el redil de la verdad. Pero contra semejante ma­yoría no podemos lograr tal fin mediante la fuerza. La razón y la per­suasión son los únicos instrumentos practicables. Para abrirles paso debe permitirse el libre cuestíonamiento; ¿y cómo podemos desear que otros lo permitan mientras nosotros mismos lo prohibimos? Pe­ro todo estado, dice un inquisidor, ha instituido alguna religión. Pero no hay dos, digo yo, que hayan instituido la misma. ¿Es ésta una prue­ba de la infalibilidad de las instituciones? Y sin embargo nuestros es­tados hermanos de Pennsylvania y Nueva York han subsistido duran­te mucho tiempo sin instituir una religión [oficial]. El experimento era nuevo y dudoso cuando lo hicieron. Ha respondido con creces, superando lo deseado. Florecen infinitamente. La religión se encuen­tra bien apoyada; es de diversos tipos, ciertamente, pero todas lo su­ficientemente buenas; todas bastan para preservar la paz y el orden; o, de surgir una secta cuyos principios subvirtieran la moral, el buen sentido tiene campo libre y la sacaría por la puerta razonando y rien­do, sin sufrir que el estado se tome trabajos por tal causa. En estos es­tados no ahorcan a un número mayor de malhechores que nosotros. No se ven más inquietados que nosotros por las disensiones religio­sas. Por el contrario, su armonía no tiene paralelo, y no se puede atri­buir a otra cosa que a su tolerancia ilimitada, porque no hay otra cir­cunstancia en la cual se distingan de todos los países de la tierra. Han hecho el feliz descubrimiento de que la manera de silenciar las dis­putas religiosas es hacer caso omiso de ellas. Demos también noso­tros una justa oportunidad a este experimento y deshagamos, mien­tras podamos, estas leyes tiránicas. Es cierto que todavía nos protege de ellas el espíritu de la época. Dudo que el pueblo de este país tole­rara una ejecución por herejía, o que se encarcelara a alguien duran­te tres años por no comprender los misterios de la trinidad. ¿Pero es acaso el espíritu del pueblo una garantía infalible? ¿Es permanente? ¿Es gobierno? ¿Es éste el tipo de protección que recibimos a cambio de los derechos a los cuales renunciamos? Además, el espíritu de los tiempos puede cambiar; cambiará. Nuestros gobernantes se volverán corruptos, nuestro pueblo negligente. Un solo fanático puede eligir­se en perseguidor, y ser sus víctimas mejores hombres que él. Nunca puede repetirse con demasiada frecuencia que el momento de fijar todo derecho esencial sobre un fundamento legal es mientras nues­tros gobernantes siguen siendo honrados, y nosotros estando unidos. Desde el momento en que termine esta guerra [de independencia] comenzaremos a caminar cuesta abajo. No será entonces necesario recurrir a cada momento al pueblo en busca de apoyo. Será, pues, ol­vidado, y sus derechos no tomados en cuenta. El pueblo se olvidará de sí mismo, salvo en la única facultad de hacer dinero, y no pensa­rá jamás en unirse para lograr un debido respeto por sus derechos. Las cadenas, por lo tanto, que no se hayan roto y desechado al con­cluir esta guerra, quedarán sobre nosotros por mucho tiempo, se vol­verán más pesadas, hasta que nuestros derechos revivan o expiren de­finitivamente en una convulsión. 

propuesta de ley para el establecimiento de la libertad religiosa 

Plenamente conscientes de que las opiniones y creencias de los hombres no de­penden de su propia voluntad, sino que se siguen involuntariamente de las pruebas que tienen, ante sus mentes; de que el Dios Todopoderoso ha creado a la mente libre, y manifestado su suprema voluntad de que per­manezca, libre al hacerla por completo intolerante de cualquier restricción; de que todos los intentos de influir en ella mediante castigos tem­porales o multas, o incapacitaciones civiles, tan sólo tienden a pro­crear hábitos de hipocresía y mezquindad, y son una desviación res­pecto del plan del sagrado autor de nuestra religión, el cual, siendo Señor tanto de los cuerpos como de las mentes, eligió sin embargo no propagarla por coerciones sobre ninguno de ellos, a pesar de que su omnipotencia lo hacía perfectamente capaz de ello, sino di­fundirla mediante su. influencia sobre la razón únicamente, de que la im­pía presunción de legisladores y gobernantes, tanto civiles como eclesiásticos, los cuales, siendo ellos mismos tan sólo hombres fali­bles y carentes de inspiración, han asumido poderes sobre la fe de otros, erigiendo sus propias opiniones y modos de pensar como los únicos verdaderos e infalibles, e intentando imponerlos como tales a los demás, han instituido y sostenido religiones falsas en la mayor parte del mundo y en todas las épocas; de que obligar a un hombre a contribuir dinero para la propagación de opiniones en las cuales no cree y las cuales aborrece, es algo pecaminoso y tiránico; que, in­cluso obligarlo a mantener a este o aquel maestro de su propia sec­ta religiosa es privarlo de la cómoda libertad de dar sus contribucio­nes a aquel pastor cuyas costumbres desearía hacer modelo de las suyas y a quien cree más capacitado para convencer o persuadir al bien, y es privar al ministerio de esas compensaciones temporales que, procediendo de la aprobación de su conducta personal, cons­tituyen un aliciente adicional a trabajar con seriedad y sin descan­so en la instrucción de la humanidad; de que nuestros derechos ci­viles no dependen en forma alguna de nuestras opiniones religiosas, como tampoco dependen de nuestras opiniones sobre física o geo­metría; de que, por consiguiente, proscribir a cualquier ciudadano, tachándolo de indigno de la confianza pública al inhabilitarlo para ejercer cargos de confianza y remuneración, a menos que profese o renuncie a esta o aquella opinión religiosa, es privarlo peijudicial-mente de esos privilegios y ventajas a los cuales, en común con sus conciudadanos, tiene natural derecho; de que tales procedimientos tienden a corromper los principios de la misma religión que se pro­pone alentar, sobornando con el monopolio de honores y remune­raciones mundanos a quienes externamente la profesan y la obser­van; de que, si bien son criminales quienes no resisten tales tentaciones, no son inocentes quienes ponen el cebo en su camino; de que las opiniones de los hombres no son asunto que les corresponda juz­gar a un gobierno civil, ni caen bajo su jurisdicción; de que consentir que un juez civil interfiera en el campo de la opinión y restrinja la pro­fesión o propagación de principios por suponerse mala su tenden­cia es una peligrosa falacia, que destruye de inmediato toda liber­tad religiosa, ya que siendo él, por supuesto, el juez de dicha tendencia, hará de su propia opinión la regla de juicio, y aprobará o condenará los sentimientos de otros en la medida en que concuer-den con o difieran de la suya; de que para los fines del gobierno ci­vil sobrará tiempo y oportunidad para que sus funcionarios interfie­ran cuando los antedichos malos principios irrumpan en acciones abiertas que rompan la paz y el buen orden, y, finalmente, de que la verdad es grande y prevalecerá si se la deja actuar por sí misma; de que es la antagonista apropiada y suficiente del error, y no tiene nada que temer del enfrentamiento a menos que, por interferen­cias humanas, se vea privada de sus armas naturales, que son el li­bre debate y argumentación; ya que dejan de ser peligrosos los erro­res cuando se permite libremente contradecirlos.

Nosotros, reunidos en la Asamblea General de Virginia, promulgamos co­mo ley que ningún hombre será obligado a frecuentar o apoyar a nin­gún culto, sitio de culto o ministerio religioso alguno, ni será obliga­do, restringido, molestado o multado en su cuerpo o bienes, ni de ninguna otra manera ha de sufrir por causa de sus opiniones o creen­cias religiosas; sino que todos los hombres serán libres de profesar, y mediante argumentos sostener, sus opiniones en cuestiones de reli­gión, y que estas mismas en ninguna forma disminuirán, aumentarán o afectarán a sus capacidades civiles.

Y aunque bien sabemos que esta asamblea, elegida por el pueblo para los fines ordinarios de legislación únicamente, no tíene poder para restringir las leyes de asambleas subsecuentes, que serán consti­tuidas con poderes iguales a los nuestros, y que por lo tanto declarar irrevocable esta ley no tendría efecto jurídico alguno, estamos sin em­bargo en libertad de declarar, y declaramos, que los derechos aquí afirmados son de los derechos naturales del hombre, y que si llegara a aprobarse en el futuro alguna ley que abrogara la presente o res­tringiera su campo de aplicación, tal ley sería una infracción del de­recho natural. 

notas sobre el estado de virginia 

Pregunta xvm: ¿Cuáles son las costumbres y modales particulares que son aceptados en ese estado?

Es difícil elegir un término de comparación con respecto al cual juz­gar los modales y costumbres de una nación, y si éste ha de ser católi­co [universal] o particular. Es más difícil aún para un nativo juzgar, en conformidad con tal modelo, los modales de su propia nación, con los cuales lo ha familiarizado el hábito. Es indudable que debe de ha­ber ejercido una influencia nociva sobre los modales y costumbres de nuestro pueblo la existencia entre nosotros de la esclavitud. Todo co­mercio [relación] entre amo y esclavo es un perpetuo ejercicio de las más desaforadas pasiones, el despotismo más incansable, por una par­te, y la sumisión más degradante, por la otra. Nuestros hijos ven esto, y aprenden a imitarlo; porque el hombre es un animal imitativo. Es­ta cualidad es en él germen de toda educación. Desde la cuna hasta la tumba está aprendiendo a hacer lo que ve hacer a otros. Si un pa­dre no pudiera encontrar motivo en su filantropía o en su amor pro­pio para gobernar la intemperancia de sus pasiones respecto del es­clavo, debería haber siempre motivo suficiente en la presencia de su hijo. Pero en general no basta. El padre se enfurece, el niño mira, capta los lincamientos de la ira, imita sus maneras en el círculo de esclavos menores, da rienda suelta a sus peores pasiones y, criado, educado y ejercitado diariamente en la tiranía, no puede sino quedar sellado por ella con características odiosas. El hombre que puede conservar incorruptos sus modales, y su moral en tales circunstancias debe ser un prodigio. ¡Y qué execración merece el estadista que, per­mitiendo a una mitad de los ciudadanos pisotear así los derechos de la otra, transforma a los primeros en déspotas, y a los segundos en enemigos, destruye la moral por una parte, y el amor a la patria por la otra! Porque si un esclavo puede tener patria en este mundo, tie­ne que ser cualquier tierra salvo aquella en la que nace y vive y traba­ja para otro; en la que debe cerrar con llave las facultades de su natu­raleza, y contribuir en la medida de su individual esfuerzo a la desaparición de la raza humana, o bien heredar su propia miserable condición a las interminables generaciones que de él procedan. Jun­to con la moral del pueblo también se destruye su diligencia. Porque, en un clima cálido, ninguno trabajará para sí mismo que pueda obli­gar a otro a trabajar por él. Esto es tan cierto que, de los propietarios de esclavos, son muy pocos en verdad los que se ven trabajando. Y ¿acaso pueden pensarse a salvo las libertades de una nación cuando hemos eliminado su única base firme, la convicción de que estas li­bertades son un don divino? ¿Que no han de ser violadas sin desper­tar la ira de Dios? En verdad tiemblo por mi país cuando reflexiono que Dios esjusto; que sujusticia no puede dormir para siempre; que, considerando tan sólo los números, la naturaleza y los medios natu­rales, vemos que está dentro de lo posible un trueque de posiciones; ¡una vuelta de la rueda de la fortuna que puede volverse probable por la intervención sobrenatural! El Todopoderoso no tiene atributo al­guno que pueda ponerlo de nuestra parte en semejante contienda... Pero es imposible ser moderado y seguir la discusión de este tema a través de las diversas consideraciones relacionadas con la política, la moral, o la historia natural y civil. Debemos contentarnos con la espe­ranza de que se abrirán paso forzosamente en la mente de todos. Creo que se percibe ya un cambio, desde el inicio de la actual revolución. El espíritu del amo decae, pierde fuerza, el del esclavo se levanta del polvo, su condición se ablanda, preparando, según espero, bajo los auspicios del cielo, una total emancipación, y que ésta se alcanzará, en el curso de los acontecimientos, con el consentimiento de los amos, y no mediante su eliminación [física]. 

carta a peter carr 

París, agosto de 1787 

Querido Peter:

 

He recibido tus dos cartas del 30 de diciembre y del 18 de abril y me alegro de enterarme por ellas, así como por las cartas del señor Wythe, que has tenido la fortuna de atraer su atención y buena voluntad: es­toy seguro de que descubrirás que éste ha sido uno de los más afor­tunados acontecimientos de tu vida, como he sabido siempre que lo fue de la mía. Adjunto un esquema de las ciencias a las cuales me gus­taría que te aplicaras en el orden que te aconseje el señor Wythe, menciono también los libros que para cada una vale la pena que leas, lista que debes someterle para sus correcciones. Muchos de estos li­bros se encuentran entre los de tu padre, y debes hacértelos enviar. Como no recuerdo ahora cuáles faltan en su biblioteca, debes escri­bir pidiéndomelos, enumerando aquellos que piensas que podrías necesitar en los dieciocho meses siguientes a la fecha de tu carta, des­pués de consultar al señor Wythe sobre el tema. A este esquema aña­diría unas cuantas observaciones.

1. Italiano. Me temo que aprender este idioma embrollará tu fran­cés y tu español. Siendo todos ellos dialectos degenerados del latín, tienden a mezclarse en la conversación. Nunca he visto a una persona (pie hablara los tres idiomas y no los mezclara. Es un idioma encan­tador, pero como los más recientes acontecimientos han vuelto más útil el español, haz a un lado aquél para estudiar éste.

2.    Español. Préstale gran atención y esfuérzate por adquirir un co­nocimiento preciso de él. Nuestras futuras relaciones con España y con la América hispánica harán que ese idioma sea una valiosa adqui­sición. La historia antigua de gran parte de América además, está es­crita en ese idioma. Te envío un diccionario.

3.    Filosofía moral. Pienso que es tiempo perdido asistir a conferen­cias sobre este tema. Quien nos hizo habría sido en verdad un lamen­table chambón si hubiera hecho asunto científico las reglas de nues­tra conducta moral. Por cada hombre de ciencia hay miles que no lo son. ¿Qué sería de ellos? El hombre fue destinado a la sociedad. Su moral por lo tanto tenía que conformarse a este objeto. Fue dotado con un sentido de lo bueno y lo malo sólo en relación con esto. Este sentido forma parte tan integral de su naturaleza como el del oído, la vista, el tacto; ése es el verdadero fundamento de la moral, y no el to halón [la belleza], la verdad, etcétera, como han imaginado autores fantasiosos. El sentido moral, o conciencia, es tan parte del hombre como su pierna o su brazo. Es dado a todos los seres humanos en más fuerte o más débil grado, así como se les da en mayor o menor grado la fuerza de sus miembros. Se puede fortalecer con el ejercicio, como cualquier miembro del cuerpo. Este sentido está, en efecto, someti­do en algún grado a la guía de la razón; pero es poca la que se requie­re para ello; menos aún de lo que llamamos Sentido Común. Plantéa­les un caso moral a un labriego y a un profesor. El primero lo resolverá tan bien, y con frecuencia mejor, que el segundo, porque no ha sido desviado por reglas artificiales. Para esta rama del conoci­miento lee, por lo tanto, buenos libros, porque ellos alentarán y en­caminarán tus sentimientos. Los escritos de Sterne, en especial, cons­tituyen el mejor curso de moral que se haya escrito jamás. Lee además los libros mencionados en la hoja adjunta; pero sobre todo no pier­das ocasión de ejercitar tu disposición a la gratitud, de ser generoso, caritativo, humano, veraz, justo, firme, ordenado, valeroso, etcétera. Considera cada acto de este tipo como un ejercicio que fortalecerá tus facultades morales y aumentará tu valor.

4.    Religión. Tu razón está ahora lo suficientemente madura para recibir este objeto. Despójate en primer lugar de todo prejuicio en favor de la novedad o singularidad de opinión. Complácete en tales en cualquier otro tema menos en el de la religión. Este es demasiado importante, y las consecuencias del error pueden ser demasiado gra­ves. Por otra parte sacúdete cualquier servil temor y prejuicio, bajo los cuales se encogen y tiemblan las mentes débiles. Planta a la razón firmemente en la silla, y llama ante su tribunal todo dato, toda opi­nión. Cuestiona con atrevimiento incluso la existencia de un dios; porque, si existe, deberá aprobar más el homenaje de la razón, que el del miedo que tiene vendados los ojos. Examinarás, naturalmente, en primer lugar, la religión de tu propio país. Lee, pues, la Biblia, co­mo leerías a Livio o a Tácito. Los hechos que caen dentro del curso ordinario de la naturaleza los creerás bajo la autoridad del autor, co­mo das fe al mismo tipo de hechos en Livio o en Tácito. El testimo­nio del autor pesa en su favor en uno de los platillos de la balanza, y no pesa en su contra el ser contrarios a las leyes de la naturaleza. Pe­ro aquellos hechos relatados en la Biblia que contradicen las leyes de la naturaleza, deben ser examinados con mayor cuidado y bajo diver­sos aspectos. Aquí debes referirte a las pretensiones del autor a ha­blar por inspiración divina. Examina sobre qué pruebas se funda su pretensión, y si son tan fuertes que su falsedad sería más improbable que la mutación en las leyes de la naturaleza en el caso que relata. Por ejemplo, en el libro de Josué se nos dice que el Sol se detuvo durante varias horas. Si leyéramos tal cosa en Livio o en Tácito la clasificaría­mos junto con sus lluvias de sangre, estatuas parlantes, monstruos, etcétera, pero se dice que el autor de este libro estaba [divinamen­te] inspirado. Examina pues, honradamente, qué pruebas hay de que estaba inspirado. La pretensión a estarlo merece tu seria investiga­ción, puesto que millones de hombres creen en ella. Por otra parte eres lo suficientemente buen astrónomo para saber cuan contrario es a las leyes de la naturaleza que un cuerpo que gira sobre su eje, co­mo la Tierra, se haya detenido; que tan súbita detención de sus mo­vimientos no haya postrado a animales, árboles y edificios por tierra; y que después de cierto tiempo haya reanudado su revolución, y eso sin una segunda y general postración. ¿Está más de acuerdo con la ley de probabilidades tal interrupción del movimiento de la Tierra, o [la veracidad] del testimonio que la afirma? Leerás en seguida el Nuevo Testamento. Es la historia de un personaje llamado Jesús. Ten ante los ojos las opuestas pretensiones: 1. De quienes dicen que fue engen­drado por Dios, nacido de una virgen, que suspendía o invertía a vo­luntad las leyes de la naturaleza, y ascendía en cuerpo al cielo, y 2. De quienes dicen que era un hombre de nacimiento ilegítimo, de buen corazón, mente entusiasta, que comenzó sin pretensión alguna a la divinidad, que terminó por creer en su propia divinidad, y que fue castigado capitalmente por sedición de acuerdo con la ley romana, que castigaba la primera ofensa con azotes, y la segunda con el exilio o la muerte in furca. Lee esta ley en el Digest. Lib. 48. üt. 19 28.3 y en Lipsius Lib. 2. de cruce cap. 2. Estas cuestiones son examinadas en los libros que he mencionado bajo el encabezado de religión y en varios otros. Te ayudarán en tus investigaciones, pero manten siempre aler­ta tu razón al leerlos todos. No te aparte de esta investigación temor alguno de sus consecuencias. Si termina en la creencia de que no hay dios, encontrarás incitaciones a la virtud en el consuelo y agrado que sentirás en su ejercicio, y en el afecto que te procurará. Si encuentras razón para creer que hay un dios, la conciencia de que actúas bajo su mirada, y de que te aprueba, será un gran aliciente adicional. Si con­cluyes que hay una existencia futura, la esperanza de ser feliz en ella aumentará tu apetito de merecerla; si concluyes que Jesús era tam­bién Dios, te reconfortará la confianza en su ayuda y amor. En suma, repito que debes hacer a un lado todo prejuicio de ambas partes, y no creer ni rechazar cosa alguna porque cualquier otra persona, o clase de personas, la haya rechazado o creído. Tu propia razón es el único oráculo que te ha dado el cielo, y eres responsable, no por el acierto, sino por la honradez y firmeza de su veredicto. Olvidé decir, al hablar del Nuevo Testamento, que debes leer todas las historias de Cristo, tanto aquellas que un concilio de eclesiásticos han decidido por nosotros que son de seudoevangelistas, como aquellas de quie­nes llamaron evangelistas, porque esos seudoevangelistas tenían tan­tas pretensiones de haber sido inspirados por Dios como los otros, y debes juzgar sus pretensiones por tu propia razón, y no por la razón de esos eclesiásticos. La mayoría se ha perdido. Se conservan sin em­bargo algunos, coleccionados por Fabricio, que intentaré obtener y enviarte.

5. Viajes. Esto hace a los hombres más sabios pero menos felices. Cuando viajan, los hombes de edad madura recaban conocimientos que pueden aplicar con utilidad en su país, pero quedan siempre su­jetos a recuerdos mezclados con nostalgia, debilitados sus afectos al verse extendidos sobre más objetos, y aprenden además nuevos hábi­tos que no pueden satisfacer cuando regresan a casa. Losjóvenes que viajan están expuestos a todas estas inconveniencias en más alto gra­do, y a otras todavía más graves, y no adquieren aquella sabiduría pa­ra la cual se necesita un fundamento previo en observaciones repeti­das yjustas en casa. El brillo de la pompa y el placer corre paralelo al movimiento de su sangre, absorbe todo su afecto y atención, se arran­can de él como quien se separa del único bien que hay en este mun­do, y regresan a su propia casa como a un lugar de exilio y condena­ción. Sus ojos están por siempre vueltos hacia el objeto perdido, y el recuerdo envenena el resto de sus vidas. Sus primeras y más delicadas pasiones se han gastado en objetos indignos, y sólo llevan a casa las heces, que no bastan para hacerlos felices a ellos ni a nadie más. Añá­dase a esto que se adquiere un hábito de ocio, una incapacidad para aplicarse con eficacia a los negocios, que los vuelve inúúles a sí mis­mos y a su país. Estas observaciones se fundan en la experiencia. No hay ningún lugar en donde tu búsqueda de conocimientos se verá tan poco obstruida por objetos extraños como en tu propia patria, nin­guno donde las virtudes del corazón se verán menos expuestas a ser debilitadas. Sé bueno, sé sabio, sé diligente, y no harán falta los via­jes para volverte valioso en tu propio país, caro a tus amigos, feliz en ti mismo. Repito mi consejo de que tomes mucho ejercicio, y a pie. La salud es el primer requisito, después de la moral. Escríbeme con frecuencia y confía en el interés que tomo en tu éxito, así como en el calor de estos sentimientos con cuya expresión quedo, mi querido Pe-ter, tu afectuoso amigo. 

carta dirigida a john adams

 

[Fragmentos]

 

Monticello, 28 de octubre de 1813

Estimado señor: [...]

... Estoy de acuerdo con usted en que hay una aristocracia natural en­tre los hombres. Sus fundamentos son la virtud y el talento. Anterior­mente la fuerza y destreza corporal daba un sitio entre los aristoi [me­jores]. Pero desde que la invención de la pólvora armó a los débiles tanto como a los fuertes con la muerte a distancia, la fuerza corporal, como la belleza, el buen humor, la cortesía y demás perfecciones ad­quiridas, se ha convertido en un fundamento auxiliar de distinción. Hay también una aristocracia artificial, fundada en la riqueza y en el nacimiento, desprovista de virtud o talento; porque, si los tuviera, per­tenecería al primer tipo de aristocracia. Considero a la aristocracia na­tural como el más precioso don de la naturaleza para la instrucción y gobierno de la sociedad. De hecho hubiera sido una incoherencia en la creación haber formado al hombre para la sociedad, y no haberlo provisto de virtud y sabiduría suficientes para administrar los asuntos de la sociedad. ¿No podremos, incluso, decir que es mejor aquella for­ma de gobierno que pone los medios más eficaces para una selección pura de estos aristócratas naturales para los cargos del gobierno? La aristocracia artificial es un elemento dañino en el gobierno, y debe proveerse una forma de evitar su ascendencia. Respecto de la cuestión de cuál sea la mejor manera de lograr esto, usted y yo no estamos de acuerdo; pero diferimos como amigos racionales, en el libre ejercicio de nuestra propia razón, y mostrando una mutua indulgencia por los errores. Usted cree preferible poner a los seudoaristócratas en una cámara separada de la legislatura, donde se pueda impedir que hagan daño mediante la acción de las ramas coordenadas del gobierno, y donde, además, puedan servir de protección a los ricos contra las em­presas agraristas y saqueadoras de la mayoría del pueblo. Yo creo que darles poder con el fin de impedir que hagan daño, es armarlos para el daño, y aumentar en vez de remediar el mal. Porque si las ramas coordenadas pueden detener su acción, también ellos pueden dete­ner la acción de las ramas coordenadas. Se puede hacer daño en for­ma negativa, y no sólo positiva. De esto ha dado muchas pruebas una cabala del Senado de Estados Unidos. Tampoco los creo necesarios para proteger a los ricos; porque un número suficiente de éstos en­contrará la forma de penetrar en todas las ramas legislativas, para pro­tegerse a sí mismos. Entre quince y veinte legislaturas nuestras, que han funcionado durante los últimos treinta años, prueban que no hay que temer de ellas ninguna igualación de la propiedad. Creo que el mejor remedio es, precisamente, el provisto por todas nuestras cons­tituciones [estatales]: dejar en manos de los ciudadanos la libre elec­ción y separación de los aristócratas y seudoaristócratas. En general elegirán a los realmente buenos y sabios. En algunos casos la riqueza podrá corromperlos, y el nacimiento cegarlos; pero no en grado sufi­ciente para poner en peligro a la sociedad.

Es probable que nuestra diferencia de opinión se haya producido, en cierta medida, por una diferencia en el carácter de aquellos entre quienes vivimos. Por lo que he visto yo mismo de [los habitantes de] Massachussetts y Connecticut, y más aún por lo que he oído, y por la descripción que hace usted mismo del carácter de los primeros (vo­lumen I, páginaIII [John Adams, Déjenseojthe Constitutions...]), cono­ciéndolos tanto mejor que nadie, parece haber en esos dos estados una reverencia tradicional por ciertas familias, que ha vuelto prácti­camente hereditarios en estas familias los cargos del gobierno. Supon­go que desde un periodo muy temprano de su historia, poseyendo los miembros de dichas familias tanto virtud como talento, los han ejer­citado honradamente en bien del pueblo, y sus apellidos van a esti­marse gracias a sus servicios. Al comparar al estado de Connecticut con usted mismo, lo hago sólo en sentido político, y no moral. Por­que, habiendo hecho de la Biblia la ley común de la Tierra, parecen haber modelado su moral en imitación de la historia de Jacobo y La-bán. Pero, aunque esta sucesión hereditaria a los cargos del gobier­no pueda fundarse, en cierto grado, entre vosotros, en un verdadero mérito de la familia, sin embargo, en grado mucho más alto, proce­de de la estrecha alianza entre Iglesia y Estado. Estas familias han si­do canonizadas en los ojos del pueblo mediante el principio común de "ráscame tú que yo te rascaré". En Virginia no tenemos nada de esto. Nuestros clérigos, antes de la Revolución, como estaban a salvo de cualquier rival por tener sueldos fijos, no se tomaban ningún tra­bajo para adquirir influencia en el pueblo. En cuanto a riqueza, algu­nas familias particulares tenían grandes caudales que eran heredados de generación en generación, de acuerdo con la ley inglesa de heren­cia. Pero el único objeto de la ambición de los ricos era sentarse en el Consejo del Rey. Por lo tanto se dedicaban a cortejar exclusivamen­te a la Corona y a sus criaturas; y hacían el papel de Filipos en todos los conflictos entre el rey y el pueblo. Eran, por lo tanto, impopula­res; y esta impopularidad sigue adhiriéndose a sus nombres. Un Ran-dolph, un Cárter, o un Burwell, debe tener una enorme superioridad personal sobre cualquier competidor común para ser elegido por el pueblo, aun hoy. En la primera sesión de nuestra legislatura, después de la Declaración de Independencia, aprobamos una ley que abolía los mayorazgos. A esta ley siguió otra cpie abolía el privilegio de pri-mogeiútura y ordenaba dividir las tierras de los intestados en forma igual entre los hijos o demás representantes [de la familia]. Estas le­yes, que redacté yo mismo, cortaron de un hachazo la raíz de la aris­tocracia. Y si otra que había yo preparado hubiera sido aprobada por la legislatura, nuestra obra habría sido completa. Esta era una ley pa­ra la difusión más general de los conocimientos. Se proponía dividir a cada condado en secciones de cinco o seis millas cuadradas, pare­cidas a sus municipios; establecer en cada sección una escuela gratui­ta para la enseñanza de la lectura, la escritura, y la aritmética común; seleccionar anualmente a los mejores alumnos de estas escuelas que recibirían, a expensas del gobierno, un grado superior de educación en una escuela de distrito; de estas escuelas de distrito seleccionar a cierto número de los alumnos más prometedores para que termina­ran su educación en la universidad, en donde debían enseñarse to­das las ciencias úúles. De esta manera se habrían buscado el valor mo­ral y el genio en todas las condiciones sociales, y se les habría preparado completamente, mediante la educación, para derrotar a la riqueza y el nacimiento en la competencia por los cargos públicos. Mi propuesta tenía además el objeto de otorgar a esas secciones aquella parte del gobierno de sí mismas para la cual estuvieran me­jor calificadas, al confiarles la asistencia a los pobres, el cuidado de los caminos y carreteras, la policía, la organización de elecciones, el nom­bramiento de jurados, la administración de la justicia en casos de me­nor importancia, los ejercicios elementales de las milicias; en pocas palabras, convertirlas en pequeñas repúblicas -con un guardián de sección a la cabeza de cada una- para todos aquellos asuntos que, por encontrarse directamente ante sus ojos, estarían en mejores condicio­nes de administrar que las repúblicas más grandes de los condados o estados. Una convocatoria general a que se reunieran en asamblea los habitantes de todas las secciones, el mismo día en todo el estado, informaría en cualquier momento respecto del auténtico sentir de la población en relación con cualquier punto, y permitiría al estado ac­tuar en masa como han actuado tantas veces sus pueblos, y con tanta eficacia gracias a sus asambleas municipales. Como la ley de libertad religiosa, que formaba parte de este sistema, habría acabado con la aristocracia del clero y restaurado al ciudadano la libertad de su men­te, y como las leyes respecto de las herencias habrían propiciado la igualdad de condiciones entre ellos, esta ley sobre educación habría levantado a la masa del pueblo al alto nivel de respetabilidad moral necesario para su propia seguridad y para un gobierno ordenado; y habría completado el gran propósito de calificarlos para elegir a los verdaderos aristócratas para los cargos gubernamentales, con exclu­sión de los seudalistas [falsos] ; y el mismo Theognis que escribió los epígrafes de sus dos cartas nos asegura que "Ov5eutav rao, KupV ayavot rcoArav coXe^av, av8pe¡¡". Aunque esta ley no se ha puesto en práctica sino en pequeñísima parte y muy insuficientemente, sigue considerándose ante la legislatura, con otras leyes del código revisa­do que aún no han sido discutidas, y tengo grandes esperanzas de que algún espíritu patriótico la someterá a discusión en un momento fa­vorable, haciendo de ella la piedra angular de nuestro gobierno.

Respecto de la aristocracia debemos además considerar que, antes de establecerse los Estados [Unidos] Americanos, nada se conocía en la historia sino el hombre del viejo mundo, cuya población estaba, o bien comprimida dentro de territorios reducidos, o bien era excesi­vamente numerosa, y estaba imbuida en los vicios que genera tal si­tuación. Un gobierno adaptado a tales hombres sería una cosa; otra muy distinta uno adaptado al hombre de estos Estados [Unidos]. Aquí todo el que lo desee puede tener tierra que labrar para sí mis­mo; o, si prefiere otro tipo de industria, puede exigir por su trabajo una compensación suficiente, no sólo para vivir cómodamente, sino para dejar de trabajar en su vejez. Todos, ya sea por su propiedad, o por su situación satisfactoria, están interesados en mantener la ley y el orden. Tales hombres pueden sin peligro y con ventaja reservarse a sí mismos un control saludable sobre los asuntos públicos, y un gra­do de libertad que, en manos de la canailleáe las ciudades europeas, se pervertiría al instante, convirtiéndose en la demolición y destruc­ción de todo, tanto público como privado. La historia de los últimos veinticinco años en Francia, y de los últimos cuarenta en América, es más, de sus últimos doscientos años, comprueba la verdad de ambas partes de esta observación.

Pero incluso en Europa ha tenido lugar un cambio perceptible en la mente del hombre. La ciencia liberó las ideas de aquellos que leen y reflexionan, y el ejemplo americano despertó en el pueblo el senti­miento de sus derechos. Ha comenzado en consecuencia una insu­rrección de la ciencia, del talento y del valor contra el rango y el na­cimiento, los cuales han caído en desprecio. Esta fracasó en su primer esfuerzo porque los populachos de las ciudades, instrumento utiliza­do para lograr su fin, degradados por la ignorancia, la pobreza y el vi­cio no podían ser restringidos a la acción racional. Pero el mundo se recuperará de esta primera catástrofe. La ciencia es progresista y el talento y la iniciativa están alertas. Se puede recurrir a la gente del campo, un poder más gobernable gracias a sus principios y subordi­nación; y el rango, el nacimiento y la seudoaristocracia se hundirán finalmente en la insignificancia, aun allí. Este, sin embargo, es un asunto en el cual no debemos entrometernos. Nos basta que la con­dición moral y física de nuestros propios ciudadanos los califique pa­ra seleccionar a los capaces y buenos para dirigir su gobierno, con elecciones lo suficientemente frecuentes para permitirles desalojar a cualquier sirviente [funcionario] infiel, antes de que se vuelva irre­mediable el daño que medita.

He declarado así mi opinión sobre un punto respecto del cual di­ferimos, no para entablar una polémica, ya que ambos somos dema­siado viejos para cambiar opiniones que son resultado de una larga vida de investigación y reflexión; sino por sugerencia de una anterior carta suya, de que no debíamos morir antes de explicarnos mutua­mente. Actuamos en perfecta armonía durante la larga y peligrosa lu­cha por nuestra libertad e independencia. Se ha adquirido una cons­titución que, aunque ninguno de ambos la crea perfecta, ambos consideramos que basta para hacer de nuestros ciudadanos los más felices y seguros sobre los cuales haya jamás brillado el sol. Si no pen­samos exactamente lo mismo respecto de sus imperfecciones, poco importa a nuestra patria, a la cual, después de dedicarle largas vidas de trabajo desinteresado, hemos entregado a nuestros sucesores en la vida, quienes serán capaces de cuidar de ella y de sí mismos... 

carta a edward carrington 

[Fragmentos]

 

París, 16 de junio de 1787 

[...]

... Había esperado que los tumultos habidos en América hubieran producido en Europa una opinión desfavorable sobre nuestra situa­ción política. Pero no ha sido así. Por el contrario, el poco efecto de dichos tumultos parece haber producido mayor confianza en la fir­meza de nuestros gobiernos. La interposición del pueblo mismo del lado del gobierno ha tenido un gran efecto sobre la opinión euro­pea. Yo mismo estoy convencido de que el buen sentido del pueblo siempre será el mejor ejército. Pueden ser desviados del camino co­rrecto por un momento, pero pronto se corregirán ellos mismos. El pueblo es el único censor de sus gobernantes; y hasta sus errores ten­derán a obligar a éstos a apegarse a los verdaderos principios de su institución. Castigar demasiado severamente estos errores sería su­primir la única salvaguardia de la libertad pública. La forma de im­pedir estas interposiciones irregulares del pueblo es darles plena in­formación sobre sus asuntos a través de la prensa pública y hacer que los periódicos lleguen a toda la masa de la población. Como el fun­damento de nuestros gobiernos es la opinión del pueblo, el primer objeto debe ser conservar ese derecho; si tuviera yo que decidir si hu­biéramos de tener gobierno sin periódicos, o periódicos sin gobier­no, no vacilaría ni un momento en preferir lo úlúmo. Pero sería par­te de mi intención que todo hombre recibiera esos periódicos y fuera capaz de leerlos. Estoy convencido de que aquellas sociedades (co­mo en el caso de los indios [americanos]) que viven sin gobierno go­zan, en su masa general, de un grado infinitamente mayor de felici­dad que aquellos que viven bajo los gobiernos europeos. Entre los primeros, la opinión pública hace las veces de ley, y controla la mo­ral tan poderosamente como cualquier ley en ninguna parte. Entre los segundos, bajo la ficción de gobernarlos, han dividido a sus na­ciones en dos clases, lobos y corderos. No exagero. Este es un verda­dero retrato de Europa. Cuida pues el espíritu de nuestro pueblo, y manten alerta su atención. No seas demasiado severo con sus errores, sino gánatelos ilustrándolos. Si una vez se vuelven distraídos respec­to de los asuntos públicos, tú y yo, y el congreso, y las asambleas, y los jueces y gobernadores, todos nos convertiremos en lobos. Parece ser la ley general de nuestra naturaleza, a pesar de las excepciones indi­viduales; y la experiencia declara que el hombre es el único animal que devora a su propia especie, porque no puedo aplicar palabras menos duras a los gobiernos de Europa, y a la forma general en que abusan los ricos de los pobres.

la declaración de independencia 

[Fragmentos]

 

4 de julio de 1776

 

Cuando, en el curso de los acontecimientos, se hace necesario que un pueblo disuelva los lazos políticos que lo han ligado a otro, y que asuma entre las potencias del mundo el sitio separado e igual al cual le dan derecho las leyes de la naturaleza y del Dios de la natura­leza, un decente respeto por la opinión de la humanidad requiere que declaren las causas que los impulsan a tal separación.

Mantenemos que estas verdades son evidentes en sí mismas [y no necesitan demostración]: Que todos los hombres son creados igua­les; que están dotados de ciertos derechos inherentes e inajenables por su Creador; que entre ellos están el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Que es para garantizar estos derechos que se han instituido los gobiernos entre los hombres, derivando sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; que siempre que una forma de gobierno se vuelve destructiva de esos fines, es de­recho del pueblo modificarlo o abolirlo, e instituir un nuevo gobier­no, fundamentándolo en tales principios, y organizando sus poderes en tal forma, que les parezca más conducente a su seguridad y felici­dad. La prudencia, de hecho, ordenará que los gobiernos largo tiem­po establecidos no sean cambiados por causas triviales y transitorias; y, por lo tanto, toda la experiencia demuestra que los hombres están más dispuestos a padecer mientras son sufribles los males, antes que abolir las formas a las cuales están acostumbrados. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, iniciada en un periodo que se puede distinguir claramente y encaminada invariablemente al mismo fin, revela el deseo de reducirlos y sujetarlos a un despotismo absolu­to, es su derecho, es su deber, arrojar de sí tal gobierno, proveerse de nuevas garantías en su futura seguridad. Tal ha sido la paciente tole­rancia de estas colonias y tal es ahora la necesidad que las obliga a al­terar sus anteriores formas de gobierno. La historia del actual rey de Inglaterra es una historia de reiteradas injurias y usurpaciones, entre 

1 En la versión original de Jefferson.

las cuales no aparece un solo hecho que contradiga el tono uniforme del resto, teniendo todas por objeto directo el establecimiento de una tiranía absoluta sobre tales estados. Para comprobarlo que se some­tan los hechos al juicio de un mundo honrado, por cuya verdad ofre­cemos un testimonio, una fe aún no manchada por la mentira. 

[...]

... Juntos habríamos podido ser un pueblo grande y libre; pero tal pa­rece que una comunicación de grandeza y libertad está por debajo de su dignidad. Que así sea, puesto que eso desean. El camino de la felicidad y de la gloria está abierto también para nosotros. Lo cami­naremos por nuestra propia cuenta, separados de ellos, y aceptare­mos la necesidad que ordena nuestra perenne separación.

Nosotros, pues, los representantes de los Estados Unidos de Amé­rica en el Congreso General aquí reunidos, apelando al supremo juez del mundo [para que atestigüe] la rectitud de nuestras intenciones, en el nombre y por la autoridad del buen pueblo de estos estados, re­chazamos y renunciarnos a todo vasallaje y sujeción a los reyes de In­glaterra y a todos los demás que en adelante lo pretendan a través de ellos o por su cuenta; disolvemos por completo toda conexión políti­ca que pueda hasta ahora haber subsistido entre nosotros y el pueblo o parlamento de Inglaterra, y finalmente afirmamos y declaramos a estas colonias estados libres e independientes, y que como estados li­bres e independientes tienen pleno poder de hacer la guerra, firmar la paz, contraer alianzas, establecer comercio y realizar todo lo demás que pueden por derecho.

 

Y en apoyo de esta declaración, con firme confianza en la protec­ción de la divina providencia, comprometemos mutuamente nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro sagrado honor.