Tom Paine

TOM PAINE 

Thomas Paine nació en la aldea de Thetford, en Inglaterra, en 1737. Su pa­dre, un artesano que fabricaba varillas para corsés, apenas pudo costearle una educación elemental, y a los trece años Thomas se inició como aprendiz en el mismo oficio de su padre. A los dieciséis huyó de su casa para convertirse en marinero, sirviendo como tal en la guerra de los siete años. A su regreso encontró trabajo como burócrata, pero lo perdió por unirse a un movimien­to gremial en busca de mejores salarios, al cual representó ante el parlamento británico. De hecho la primera obra que se le conoce es un panfleto publi­cado en 1772 donde expone el caso de los cobradores de impuestos (The Ca­se of the Officers ofExcise). Fueron las dificultades consiguientes a su activismo sindicalista las que lo impulsaron a venderlo todo para pagar sus deudas y marcharse a las colonias británicas de América con una recomendación de Benjamín Franklin en la bolsa. Por cierto que mucho antes de su partida de Inglaterra había comenzado a suplir su falta de educación superior (como el mismo Benjamín Franklin) con abundantes lecturas y discusiones filosóficas y políticas, con tal éxito que su propia experiencia justifica ampliamente su afirmación de que, finalmente, cada hombre es su propio maestro. Como es habitual entre la gente de pocos recursos y grandes aspiraciones el escaso di­nero que ganaba lo invertía en libros, y su interés por la ciencia lo llevó a com­prar además algunos instrumentos científicos.

Si bien Paine tenía un talento natural que con rigor podemos llamar ge­nial y ha sido llamado el escritor de panfletos más influyente de la historia, con excepción de Karl Marx, es indudable que su desarrollo intelectual le debió demasiado al hecho de haber transcurrido los años de su primera ma­durez en una Inglaterra que hervía en interés por las cuestiones políticas, en que se escribía mucho y bien, y en que algunos sectores de la clase obrera ha­cían esfuerzos inauditos por cultivarse y participar, así fuera como lectores o en acaloradas discusiones de taberna, en el debate público. De hecho las bi­bliotecas por suscripción nacieron, en Inglaterra, entre obreros carentes de medios para adquirir bibliotecas individuales. Tampoco se puede olvidar que, desde la época de la guerra civil inglesa, 1642-1646, muchos miembros de las clases bajas, enardecidos participantes en la polémica religiosa y política, ha­bían perdido el miedo a la pluma (uno de los clásicos de la literatura ingle-


sa, Pügrim's Progress -El progreso del peregrino- es obra de un hojalatero ambu­lante metido a predicador, Paul Bunyan). La pasión política y religiosa de aquella época había hecho brotar además una literatura panfletaria que pa­ra la época en que vivió Tom Paine tenía ya una larga tradición. Esta misma tradición panfletaria, trasplantada a las colonias británicas, influyó bastante en la difusión de las ideas durante el periodo revolucionario de independen­cia de lo que más tarde sería Estados Unidos. La producción y circulación de panfletos en que se exponían los distintos puntos de vista y se libraban polé­micas seguidas ávidamente por el público fue un aspecto tan importante del proceso de independización como la lucha armada.

Si incluimos a Tom Paine, nacido en Inglaterra, en esta antología de pen­sadores norteamericanos es, en primer lugar, porque al emigrar a los futu­ros Estados Unidos se identificó plenamente con esta nueva patria, se alió a su causa en contra de la metrópoli británica, y, sobre todo, porque su fa­moso panfleto intitulado Sentido común (Common Sense), publicado anónima­mente en 1776, influyó poderosamente en los ánimos de los norteamerica­nos para que, en vez de buscar la reconciliación política y un ajuste de cuentas aceptable con Inglaterra, optaran por rechazar la monarquía y per­seguir la independencia. El éxito del panfleto fue prodigioso. Es difícil obtener cifras fidedignas, pero, según el propio Paine, se vendieron unos 120 mil ejemplares en los primeros tres meses y según otra fuente se edita­ron medio millón de ejemplares en el primer año. Es evidente que hubo otros factores que influyeron en la opinión pública, sin embargo los razo­namientos de Paine disiparon muchas dudas respecto de la relación de de­pendencia con Inglaterra.

Además de escribir otros textos importantes en apoyo de los rebeldes, Pai­ne ocupó importantes cargos en el incipiente gobierno y participó -como he­mos visto al hablar de Franklin- en la redacción de la Constitución de Pennsylvania, la más avanzada de la época y cuyo ejemplo influyó, a la larga, en las constituciones de los otros estados.

Al concluir la guerra y triunfar la Revolución, Paine se encontró sin me­dios para subsistir. Había renunciado a sus derechos de autor sobre los pan­fletos o bien reinvertido las ganancias para que alcanzaran mayor difusión. Sintiéndose inepto para el comercio, y habiendo despertado sus posiciones excesivamente revolucionarias el recelo en el elemento conservador del nue­vo gobierno formado a raíz del triunfo, situación que le impedía hacer carre­ra como político, Paine decidió convertirse en inventor. Viajó nuevamente a Inglaterra hacia fines de la década de 1780 en busca de clientes para un nue­vo tipo de puente que había diseñado.

Ya en Europa fue invitado a Francia, donde estabaJefferson como emba­jador de la flamante república norteamericana, y donde reencontró a Lafa-yette, a quien había conocido en América. Era precisamente el periodo en que se gestaba la Revolución francesa y Paine, ni tardo ni perezoso, se entre­gó a esta nueva revolución con la misma pasión que antes a la norteamerica­na. Además de colaborar en la redacción de la Constitución francesa y de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, fue miembro de la Asamblea en diversas ocasiones. Pero su mayor contribución, indudable­mente, fue otro panfleto: Los derechos del hombre. Esta importante obra fue es­crita como respuesta a un ataque a la Revolución francesa escrito por Ed-mund Burke, miembro del parlamento británico, que circulaba ampliamente en Inglaterra con el título de Reflexiones sobre la Revolución francesa.

Los derechos del hombregozó de un éxito inmediato muy semejante al que ha­bía obtenido Sentido común, éxito que se debió, probablemente, no sólo a la lucidez con que rebatía los argumentos de Burke y a la pasión con que lo re­dactó, añadiendo precisiones históricas muy valiosas en una época en que la prensa inglesa hacía todo lo posible por desprestigiar a la Revolución france­sa, sino también a que Paine llamaba al pueblo inglés a sacudirse sus prejui­cios ancestrales y buscar para sí mismos un régimen más democrático y justo.

Sin embargo el mismo Paine, en un momento dado, resultó demasiado ti­bio para la Revolución francesa; se sospechó de sus intenciones, y se lo envió a la cárcel, donde permaneció once meses. Esto sucedió al caer los girondi­nos, con quienes estaba asociado Paine. Sin embargo hay que señalar que no se lo arrestó inmediatamente, y que es probable que Gouverneur Morris, el reaccionario embajador de Estados Unidos en Francia, haya influido para que se prolongara su estadía en la cárcel. Paine había apelado a sus derechos como ciudadano norteamericano para que se lo pusiera en libertad, pero Morris, enemigo tanto de Paine como de la Revolución francesa, se negó a reconocerlo como norteamericano. Fue el siguiente embajador norteameri­cano,James Monroe, quien lo rescató de la prisión, estando Paine sumamen­te enfermo, y se lo llevó a su propia casa donde se lo atendió en espera de su próxima muerte.

Paine, sin embargo, se recuperó, y escribió una última obra importante, La edad, de la razón, en que cuestionaba el poderío de las iglesias con la mis­ma falta de escrúpulos y consideraciones que antes había cuestionado el po­der de los monarcas. Esta última obra le ganó una tremenda impopularidad en Estados Unidos donde, como hemos visto, el tema religioso era, simple­mente, un tabú general de la sociedad.

En 1802 Paine regresó a Estados Unidos, donde conservaba una granja que le había regalado el gobierno de Nueva York en compensación a sus es­fuerzos en favor de la Revolución. Murió en 1809, y a su entierro asistió un grupo muy reducido de amigos. 

 

sentido común

 

Del origen y propósito del gobierno en general, con comentarios sucintos sobre la Constitución inglesa

Algunos autores han confundido de tal manera sociedad y gobierno como para no hacer entre ellos gran distinción, o no hacerla en ab­soluto, siendo que son, no sólo distintos, sino de distinto origen. La sociedad es producto de nuestras necesidades, y el gobierno de nues­tra maldad. La sociedad promueve nuestra felicidad en forma positi­va al unir nuestros afectos, el gobierno en forma negativa al reprimir nuestros vicios. La sociedad alienta las relaciones mutuas, el gobier­no crea distinciones. La sociedad es patrona; el gobierno, verdugo.

La sociedad, en cualquier estado que se encuentre, es una bendi­ción, pero el gobierno, incluso en el mejor estado posible del mis­mo, no es sino un mal necesario, y en el peor, intolerable, porque cuando sufrimos o nos vemos expuestos a las mismas miserias por el gobierno mismo, qué podríamos esperar en un país carente de gobierno; nuestras calamidades se intensifican por la reflexión de que nosotros mismos proporcionamos los medios por los cuales sufrimos. El go­bierno, como el vestido, es el distintivo de la inocencia perdida; los palacios de los reyes están construidos sobre las ruinas del edén. Por­que si los impulsos de la conciencia fueran claros, uniformes e irre­sistibles, el hombre no requeriría de ningún otro legislador, pero no siendo tal el caso, encuentra que es necesario renunciar a una par­te de su propiedad para suministrar los medios de proteger el resto; y a ello lo induce la prudencia misma que le aconseja que entre dos males escoja siempre el menor. Por lo tanto, siendo la seguridad [de bienes y personas] el verdadero objetivo y fin del gobierno, se sigue indiscutiblemente que cualquier forma del mismo que parezca ofre­cer mayores probabilidades de garantizárnosla, al menor costo y con mayor beneficio, es preferible a todas las demás.

Con el objeto de obtener una idea clara y justa del propósito y fin del gobierno, supongamos que un número reducido de personas se instala en alguna parte aislada del mundo, sin contacto con el resto, representando así la primera población de cualquier país, o del mun­do. En este estado de libertad natural, primero pensarán en la socie­dad. Mil motivos los impulsarán a ella, siendo la fuerza de un solo hombre tan insuficiente para satisfacer sus necesidades, y su mente tan poco apta para la perpetua soledad, que pronto se ve obligado a buscar la ayuda y el alivio de otro, que a su vez requiere de lo mismo. Cuatro o cinco hombres juntos podrían construir un alojamiento aceptable en una tierra virgen, pero un solo hombre podría trabajar todo el lapso común de una vida sin lograr nada; cuando hubiera cor­tado sus árboles no podría moverlos, ni pararlos una vez mudados de lugar; entre tanto el hambre lo alejaría del trabajo y todas sus diver­sas necesidades lo llamarían en distintas direcciones. La enfermedad e incluso el accidente serían para él la muerte, puesto que aunque ni una ni otro fueran mortales, cualquiera de ambos lo incapacitaría pa­ra vivir, reduciéndolo a un estado en el cual se diría mejor que pere­cía y no que moría.

De esta manera la necesidad, como otra fuerza de gravedad, con­formaría pronto a nuestros recién llegados inmigrantes en una socie­dad cuyas recíprocas bendiciones sustituirían las obligaciones im­puestas por la ley y el gobierno volviéndolas innecesarias mientras siguieran siendo perfectamentejustos unos con otros; pero como na­da salvo el cielo es impregnable al vicio, sucederá inevitablemente que, a medida que superan las primeras dificultades de la emigra­ción, que los ligaban a una causa común, comenzarán a flaquear en el cumplimiento de sus deberes y en su afecto mutuo; y esta negligencia indicará la necesidad de establecer alguna forma de gobierno para suplir la falta de virtud moral.

Algún árbol conveniente les servirá de casa de gobierno y bajo sus ramas toda la colonia podrá reunirse para deliberar sobre los asun­tos públicos. Es más que probable que sus primeras leyes tengan só­lo el título de reglamentos y que no se impondrá su cumplimiento mediante otra pena que la desaprobación pública. En este primer par­lamento todo hombre, por derecho natural, tendrá un asiento.

Pero al aumentar la población de la colonia se multiplicarán tam­bién los asuntos públicos, y la distancia que posiblemente separe a sus miembros hará que resulte demasiado inconveniente que todos se reúnan en cada ocasión como en un principio, cuando eran pocos, sus casas próximas y los asuntos públicos escasos y de poca monta. Es­to sugerirá la conveniencia de que consientan en poner la tarea de legislar en manos de un número escogido de entre todos ellos, de los cuales se supondrá que tendrán las mismas preocupaciones de quienes los nombraron, y que actuarán de la misma manera en que actuaría el conjunto de ellos si todos estuvieran presentes. Si la colonia sigue aumentando en población, se volverá necesario aumentar el número de representantes, y para que se atiendan los intereses de cada parte de la colonia se encontrará que lo mejor es dividir al conjunto total en partes convenientes, enviando un número adecuado de represen­tantes a cada parte; y para que los elegidos jamás adquieran intereses propios distintos de los de sus electores, la prudencia aconsejará que las elecciones sean frecuentes, porque como de esta forma los elegidos regresarán a mezclarse de nuevo al conjunto general de electores a la vuelta de unos cuantos meses, la prudente reflexión garantizará su lealtad al público, los disuadirá de fabricarse una férula cuyos golpes luego sufrirían. Y como tan frecuente intercambio establecerá un in­terés común a todas las partes de la comunidad, se apoyarán mutua­mente y en forma espontánea y natural, y de esto (y no del nombre sin sentido de rey) depende la fuerza del gobierno y la felicidad de los go­bernados.

Éste, pues, es el origen y el proceso por el cual surge el gobierno; a saber, una modalidad o forma exigida por la impotencia de la vir­tud moral para gobernar el mundo; éste es también el propósito y fin del gobierno; a saber, la libertad y la seguridad. Y por mucho que des­lumbre nuestros ojos la nieve, o engañe nuestros oídos el ruido, por mucho que tuerza nuestras voluntades el prejuicio, u oscurezca nues­tro entendimiento el interés egoísta, la sencilla voz de la naturaleza y de la razón dirán que esto es lo cierto.

Tomo mi idea de la forma de gobierno de un principio natural, que ningún arte puede poner de cabeza; a saber, que mientras más simple sea una cosa, menos susceptible es de descomponerse, y más fácil de reparar cuando se descompone; teniendo en mente esta má­xima, ofrezco unos cuantos comentarios sobre la tan alabada consti­tución de Inglaterra. Concedido que era encomiable para los oscu­ros y serviles tiempos en que se erigió. Cuando la tiranía infestaba al mundo por todas partes, la menor mudanza que se apartara de la constitución era un glorioso rescate. Pero que es imperfecta, está su­jeta a convulsiones y es incapaz de producir lo que parece prometer, es algo fácilmente demostrable.

Los gobiernos absolutos (aunque son la vergüenza de la naturale­za humana) tienen esta ventaja, que son simples; si el pueblo sufre, sa­be cuál es el origen de sus sufrimientos, y sabe igualmente el reme­dio, y no se ve confundido por una variedad de causas y remedios. Pero la Constitución de Inglaterra es tan excesivamente compleja que la nación puede sufrir durante varios años sin descubrir dónde está la falla, algunos dirán que en una cosa y otros que en otra y cada mé­dico político recomendará siempre una medicina diferente.

Sé que es difícil superar los prejuicios locales o largamente estable­cidos, pero si nos permitimos examinar las partes componentes de la Constitución inglesa, veremos que son los despreciables restos de dos antiguas tiranías, combinados con algunos nuevos materiales repu­blicanos.

Primero. Los restos de la tiranía monárquica en la persona del rey. Segundo. Los restos de la tiranía aristocrática en las personas de los pares.

Tercero. Los nuevos materiales republicanos, en las personas de los comunes, de cuya virtud depende la libertad de Inglaterra.

Siendo los dos primeros hereditarios, son independientes del pue­blo; por lo cual, en un sentido constitucional, no contribuyen en nada a la libertad del estado.

Decir que la constitución de Inglaterra es una unión de tres pode­res que mutuamente se limitan es una farsa, ya que o bien las pala­bras carecen de significado o son obviamente contradictorias.

Decir que los comunes limitan el poder del rey, presupone dos cosas.

Primera. Que no se puede confiar en el rey sin supervisarlo o, en otras palabras, que la sed de poder absoluto es enfermedad endémi­ca de la monarquía.

Segunda. Que los comunes, nombrados para tal fin, son más sabios o más dignos de confianza que la Corona.

Pero como la misma Constitución que da a los comunes poder pa­ra controlar al rey negándole fondos, le da luego al rey poder para controlar a los comunes, rechazando sus otras propuestas de leyes; es­to supone nuevamente que el rey es más sabio que quienes antes se ha supuesto más sabios que él. ¡Un absurdo!

Hay algo excesivamente ridículo en la composición de una monar­quía; excluye primero a un hombre de los medios de información, a pesar de lo cual le da luego poder para actuar en casos en los cuales se requiere el más clarojuicio. La condición de rey aparta a éste del mun­do, y sin embargo la tarea de rey exige que lo conozca perfectamente; por lo cual las distintas partes, al oponerse y destruirse en forma anti­natural, prueban que el carácter del conjunto es absurdo e inútil.

Algunos autores han explicado la Constitución inglesa de la si­guiente forma: el rey, dicen, es uno, el pueblo otro; los pares reuni­dos representan al rey; los comunes representan al pueblo; pero es­to muestra todas las distinciones de una casa dividida contra sí misma y aunque las palabras estén agradablemente dispuestas, cuando se les examina parecen ociosas y ambiguas; y siempre sucederá que la más bella y correcta construcción de la que son capaces las palabras, cuan­do se aplican a la descripción de algo que, o bien no puede existir, o es demasiado incomprensible para ser descrito, serán meros sonidos, y aunque diviertan al oído, no pueden informar a la mente, porque esta explicación incluye una cuestión anterior, a saber: ¿ Cómo obtuvo el rey un poder en el cual teme confiar el pueblo y se ve siempre obligado a li­mitarlo} Semejante poder no puede haber sido otorgado por un pue­blo sabio, ni poder alguno que necesite ser controlado, puede provenir de Dios; y sin embargo los procedimientos establecidos por la Cons­titución, suponen que tal poder existe.

Pero dichos procedimientos no bastan para su tarea; los medios no pueden o no quieren lograr el fin, y todo el negocio es un felo de se, porque así como el peso mayor levantará siempre al menor, y así co­mo todos los engranajes de una máquina son puestos en movimiento por uno solo, nos queda sólo averiguar cuál poder en la Constitución tiene el mayor peso, porque ése será el que gobierne; y aunque los otros, o una parte de ellos, puedan entorpecer o, como se dice, con­trolar la rapidez de su movimiento, mientras no puedan detenerlo, sus esfuerzos serán ineficaces; el primer poder motor hará por fin su voluntad, y lo que le falta en rapidez lo suple con el tiempo.

Que la Corona es este elemento prepotente de la Constitución in­glesa no hace falta decirlo, y que deriva toda su importancia del he­cho de ser la otorgadora de cargos y pensiones, es asunto evidente, por lo cual, aunque hemos sido demasiado sabios para cerrar con la llave la puerta a la monarquía absoluta, hemos sido al mismo tiempo demasiado tontos como para entregarle la llave a la Corona.

El prejuicio de los ingleses en favor de su propio sistema de gobier­no por rey, pares y comunes es consecuencia tanto o más de su orgu­lio nacional que de su razón. Es indudable que los individuos gozan de mayor seguridad en Inglaterra que en algunos otros países, pero la voluntad del rey es ley tanto en Inglaterra como en Francia, con es­ta diferencia, que en vez de proceder directamente de su boca, es transmitida al pueblo bajo la forma más imponente de una ley pro­mulgada por el parlamento. Porque el destino de Carlos I tan sólo ha vuelto más sutiles a los reyes, no más justos.

Por lo cual, haciendo a un lado todo orgullo nacional y todo pre­juicio en favor de modos y formas, que la Corona no sea tan opreso­ra en Inglaterra como en Turquía, la sencilla verdad es que se debe en­teramente a la constitución del pueblo, y no a la constitución del gobierno.

En estos tiempos es sumamente necesaria una investigación de los errores constitucionales de la forma inglesa de gobierno; porque así co­mo nunca estaremos en condición adecuada para hacerles justicia a otros mientras sigamos bajo el influjo de algún favoritismo, tampoco seremos capaces de hacernos justicia a nosotros mismos mientras si­gamos encadenados por un obstinado prejuicio. Y así como un hom­bre enamorado de una prostituta no está en condiciones de elegir o juzgar los méritos de una esposa, así también cualquier predisposi­ción en favor de una constitución pésima de gobierno nos incapaci­tará para discernir otra buena.

 

 

De la, monarquía y la sucesión hereditaria

Siendo los hombres originalmente iguales en el orden de la creación, dicha igualdad sólo pudo ser destruida por alguna circunstancia pos­terior; las distinciones entre ricos y pobres se pueden explicar en gran medida sin recurrir a los nombres ásperos y malsonantes de opresión y avaricia. La opresión es con frecuencia resultado, pero pocas veces o nunca medio de alcanzar la riqueza; y, aunque la avaricia pueda salvar a un hombre de ser extremadamente pobre, en general lo vuelve de­masiado timorato para hacerse rico.

Pero hay otra y mayor distinción a la cual no se puede asignar nin-, gima causa que sea auténticamente natural o religiosa, y ésa es la dis­tinción entre reyes y Subditos. Varón y hembra son distinciones de la naturaleza, bueno y malo distinciones del cielo; pero cómo vino al mundo una raza de hombres de tal manera exaltada por encima del resto y diferenciada como si se tratara de una nueva especie, es algo que vale la pena investigar, y si es instrumento de la dicha de la hu­manidad o de su miseria.

En las primeras edades del mundo, según la cronología de las es­crituras, no había reyes; en consecuencia no había guerras; es el or­gullo de los reyes lo que arrojó a la humanidad en confusión. Sin rey, Holanda ha gozado de mayor paz durante este último siglo que nin­guno de los países monárquicos de Europa. La Antigüedad apoya es­te comentario, porque las vidas tranquilas y rurales de los primeros patriarcas üenen algo de feliz que se desvanece cuando llegamos a la historia de la realezajudía.

El gobierno por reyes fue introducido por primera vez en el mun­do por los infieles, de quienes copiaron la costumbre los hijos de Is­rael: Fue la invención más próspera que el diablo jamás haya puesto en marcha para promover la idolatría. Los paganos rendían honores divinos a sus reyes muertos, y el mundo cristiano ha mejorado este plan rindiéndolos a sus reyes vivos. Qué impío es el título de sagrada majestad aplicado a un gusano que, en medio de su esplendor, se de­rrumba ya en el polvo.

Así como no puede justificarse tal exaltación de un hombre por encima del resto por referencia a los derechos iguales de la naturale­za, tampoco se la puede defender recurriendo a la autoridad de las Sagradas Escrituras; porque la voluntad del Todopoderoso, tal y co­mo la declararon Gideón y el profeta Samuel, desaprueba expresa­mente el gobierno por reyes. Todas las partes antimonárquicas de las escrituras han sido muy sutilmente pasadas por alto en los gobiernos monárquicos, pero indudablemente merecen la atención de aquellos países que tienen todavía por delante la tarea de formar sus gobier­nos. "Dad al César lo que es del César" es doctrina escritural en los tribunales, y sin embargo no ofrece apoyo alguno al gobierno monár­quico, puesto que en ese tiempo los judíos carecían de rey y eran va­sallos de los romanos.

Pasaron casi tres mil años después del relato mosaico de la crea­ción antes de que losjudíos, bajo los efectos de una engañosa ilusión nacional, pidieran un rey. Hasta entonces su forma de gobierno (ex­cepto en casos extraordinarios, donde intervenía el Todopoderoso) era una especie de república administrada por un juez y por los an­cianos de las tribus. Reyes no tenían, y se consideraba pecaminoso re­conocer bajo ese título a otro que al Señor de los Ejércitos. Y cuando un hombre reflexiona seriamente en el homenaje idolátrico que se rinde a las personas de los reyes, no se sorprende de que el Todopo­deroso, siempre celoso de su honor, despreciara una forma de gobier­no que tan impíamente invade las prerrogativas del cielo.

La monarquía se cataloga en las escrituras como uno de los peca­dos de losjudíos por el cual se anuncia que se les reserva una maldi­ción. Vale la pena examinar la historia de esa transacción.

Estando los hijos de Israel oprimidos por los medianitas, Gideón marchó contra éstos con un pequeño ejército y la victoria, gracias a la intervención divina, se decidió en favor de él. Losjudíos, entusias­mados con el éxito y atribuyéndolo al generalazgo de Gideón, se pro­pusieron hacerlo rey, diciéndole, Gobiérnanos tú y tu hijo y el hijo de tu hijo. Había aquí una tentación de lo más completa; no sólo un reino, sino un reino hereditario; pero Gideón, en la compasión de su alma, replicó, No os gobernaré ni tampoco mi hijo os gobernará; el señor os GO­BERNARÁ. Las palabras no requieren ser más explícitas. Gideón no rechaza el honor sino que niega su derecho a otorgarlo; tampoco los halaga con inventadas declaraciones de gratitud sino que, en el esti­lo tajante de un profeta, los acusa de traicionar a su verdadero sobe­rano, el Rey del Cielo.

Unos ciento treinta años más tarde volvieron a caer en el mismo error. La añoranza de losjudíos por las costumbres idólatras de los infieles es algo muy difícil de explicarse; pero el hecho es que, fiján­dose en la mala conducta de los dos hijos de Samuel, a quienes se ha­bía confiado algunos asuntos seculares, llegaron ante Samuel en for­ma abrupta y clamaron: Mira, estás viejo, y tus hijos no caminan por tus senderos, danos ahora un rey que nos juzgue; y Samuel oró al Señor, y el Se­ñor le dijo a Samuel: Escucha la xioz del pueblo en todo lo que te dice, porque no te ha rechazado a ti, sino a mí, que yo no reine sobre ellos. Lo mismo que han hecho siempre desde el día en que los saqué de Egipto, hasta ahora, abandonarme y servir a otros dioses, eso también te hacen a ti. Escucha pues su voz, cómo es, jura solemnemente y muéstrales qué clase de rey reinará sobre ellos, es decir, no cualquier rey en particular, sino el tipo de reyes que hay generalmente sobre la tierra, que tan ansiosamente deseaba co­piar Israel. Y a pesar de la gran distancia de tiempo y diferencia de costumbres el carácter de los mismos sigue estando de moda. Y Sa­muel relató todas las palabras del Señor al pueblo, que le había pedido un rey. Y dijo: Este será el tipo de rey que reinará sobre vosotros; tomará a vuestros hi­jos y los dedicará a sus carrozas, y a atender a, sus caballos, y algunos corre­rán frente a sus carrozas (esta descripción concuerda con la forma ac­tual de la leva) y los nombrará capitanes sobre sus millares y capitanes sobre sus medias centurias, y los pondrá a labrar su tierra y a levantar su cosecha y a hacer sus instrumentos de guerra y sus carrozas; y tomará a vuestras hijas para hacer de ellas cocineras y dulceras y panaderas (esto describe el gasto y lujo tanto como la opresión de los reyes) y tomará vuestros campos y vuestros olivares, incluso los mejores, y los dará a sus sirvientes; y tomará la décima parte de vuestras semillas, y de vuestras vides, y la dará a sus oficia­les y a sus sirvientes (por lo cual vemos que el soborno, la corrupción y el favoritismo son vicios permanentes de los reyes) y tomará la déci­ma parte de vuestros sirvientes, tanto hombres como mujeres, y vuestros mejo­res jóvenes, y vuestros asnos, y los pondrá a trabajar para él; y tomará la dé­cima parte de vuestros borregos; y seréis sus sirvientes: y clamaréis en ese día a causa del rey que habéis escogido. y ese día el señor no os oirá. Esto da cuen­ta de la continuación de la monarquía; y los caracteres de los escasos reyes buenos que desde entonces han vivido no santifican el título ni borran el pecado de su origen; el encomio de David no se fija en él oficialmente en cuanto rey, sino sólo en cuanto hombre de acuerdo con el corazón de Dios. Sin embargo el pueblo se negó a obedecer la voz de Samuel y dijo: No, queremos un rey encima de nosotros, para ser como todas las nacio­nes y que nuestro rey pueda juzgarnos e ir delante de nosotros y pelear nues­tras batallas. Samuel siguió razonando con ellos, pero sin resultado; les expuso su ingratitud, pero no había de servir de nada; y viendo que estaban decididos en su locura, gritó: llamaré al Señor, y enviará truenos y lluvia (lo cual era entonces un castigo, pues era tiempo de levantar la cosecha de trigo) para que veáis que es grande la maldad que habéis cometido a los ojos de Dios, al pedir un rey. Y así Samuel llamó al Se­ñor, y el Señor envió ese día truenos y lluvia, y todo el pueblo sintió gran te­mor del Señor y de Samuel. Y todo el pueblo le dijo a Samuel: Ruega por tus sirvientes al Señor tu Dios que no muramos, porque hemos añadido a nues-ros pecados esta maldaü, la de pedir un rey. Estas porciones de las es­crituras son directas y positivas. No admiten ninguna interpretación equívoca. O bien es cierto que en ellas el Todopoderoso dejó cons­tancia de su protesta en contra del gobierno monárquico, o bien las escrituras mienten. Y un hombre tendrá buenos motivos para creer que hay tanta mano de reyes como de sacerdotes en la prohibición al público en general de leer las sagradas escrituras en los países papis­tas, porque la monarquía es siempre un papado gubernamental.

Al mal de la monarquía hemos agregado el de la sucesión heredi­taria; y así como la primera es una degradación y disminución de no­sotros mismos, la segunda, reclamada como derecho, es un insulto y un delito contra la posteridad. Porque siendo todos los hombres ori­ginalmente iguales, ninguno de ellos por su nacimiento podía tener derecho a colocar a su propia familia en preferencia perpetua a to­das las demás para siempre, y aunque él mismo pudiera merecer al­gún grado decoroso de honor de parte de sus contemporáneos, sus descendientes podrían ser indignos de heredarlo. Una de las prue­bas naturales más fuertes de lo absurdo del derecho hereditario de los reyes es que la naturaleza lo desaprueba, porque de otra manera no se burlaría de él con tanta frecuencia dando a la humanidad asnos en vez de leones.

En segundo lugar, así como ningún hombre podía en un princi­pio poseer más honores públicos de los que se le otorgaban, tampo­co los otorgantes de estos honores podían regalarles derechos sobre la posteridad, y aunque pudieran decir "Te escogemos para que seas nuestro jefe", no podían, sin evidente injusúcia para sus hijos, decir "que tus hijos y los hijos de tus hijos reinen sobre los nuestros para siempre". Porque tan imprudente, injusto y antinatural pacto podría, a la siguiente generación, colocarlos bajo el gobierno de un canalla o de un idiota. La mayoría de los hombres prudentes, en sus senti­mientos privados, siempre han visto con desprecio el derecho here­ditario; pero es uno de esos males que una vez establecidos no tan fá­cilmente se eliminan; muchos se someten por temor, otros por superstición, y los poderosos comparten con el rey los frutos del des­pojo de los demás.

Todo esto supone que la actual raza de reyes que hay en el mundo ha tenido un origen honorable, cuando es más que probable que, si pudiéramos alzar la oscura capa que encubre a la Antigüedad y seguir sus huellas hasta el punto en que inicialmente surgieron, encontra­ríamos que el primero de ellos no era sino el principal rufián de al­guna pandilla inquieta, revoltosa, cuyos salvajes modales o mayor as­tucia le ganaron el título de jefe de saqueadores; y que, al aumentar su poder y expandir sus depredaciones, logró intimidar a los más tran­quilos e indefensos, obligándolos a adquirir su seguridad mediante frecuentes contribuciones. Pero sus electores no podían soñar en ce­der derecho hereditario a sus descendientes, porque tan perpetua ex­clusión de sí mismos era incompatible con los principios libres e irres­trictos según los cuales profesaban vivir. Por lo tanto la sucesión hereditaria no pudo tener lugar en las primeras edades monárquicas como cuestión de derecho, sino como algo casual o congratulatorio; sin embargo, al no haber en esos días registros escritos, o haberlos muy escasos, y estando la historia tradicional repleta de fábulas, fue fácil, después de unas cuantas generaciones, inventar alguna leyenda supersticiosa y oportuna, como la de Mahorna, para hacerle tragar al vulgo el derecho hereditario. Tal vez los desórdenes que amenazaban, o parecían amenazar en cada muerte del dirigente y elección de uno nuevo (porque las elecciones entre rufianes difícilmente podían ser muy ordenadas) indujeron a muchos en un principio a favorecer las pretensiones hereditarias; y gracias a esto sucedió, y siguió sucedien­do más tarde, que lo que primero fue admitido por comodidad fue luego reclamado como derecho.

Inglaterra, desde la conquista [por los normandos, en 1066], ha co­nocido algunos buenos y gemido bajo un número mucho mayor de malos monarcas, sin embargo ningún hombre que esté en posesión de sus cinco sentidos puede decir que su derecho, adquirido bajo Gui­llermo el Conquistador, sea muy honorable. Un bastardo francés que desembarca con una pandilla de bandidos armados y se establece como rey de Inglaterra contra la voluntad de los habitantes es, en palabras claras y sencillas, un origen pobre y canallesco. No es posible pensar que haya en él nada de divino. Pero no hay necesidad de desperdiciar tiempo probando lo equivocado del derecho hereditario; si hay al­guien tan débil como para creer en él, que promiscuamente adore al asno y al león, bienvenidos. Por mi parte, ni copiaré su humildad ni estorbaré sus devociones. Que la suerte los acompañe.

Pero me gustaría inquirir ¿cómo suponen que se dieron en primer lugar los reyes? La pregunta sólo admite tres respuestas, a saber: o por suertes, o por elección, o por usurpación. Si se escogió al primer rey mediante una rifa, esto instaura un precedente para el posterior que excluye la sucesión hereditaria. Saúl fue escogido por rifa, sin embar­go la sucesión no era hereditaria, ni parece por aquella transacción que hubiera intención alguna de que lo fuera. Si el primer rey de cualquier país fuera escogido por elección, eso también instaura un precedente para el posterior; porque decir que la elección de los pri­meros electores priva de todo derecho a las futuras generaciones, no sólo en cuanto a su elección de un rey, sino de una familia dada de reyes para siempre, no tiene paralelo ni dentro ni fuera de las escri­turas, sino sólo en la doctrina del pecado original, que supone que el libre albedrío de todos los hombres se perdió en la persona de Adán;

y de tal comparación, y no hay otra posible, la sucesión hereditaria no puede derivar ninguna gloria. Porque así como en la persona de Adán pecaron todos, en la persona de los primeros electores obede­cieron todos; así en el primer caso toda la humanidad fue sometida al poder de Satanás, y en el segundo a la soberanía de los reyes; así nuestra inocencia se perdió en el primero, y nuestra autoridad en el segundo caso; y como ambos nos incapacitan para resumir un estado o privilegio anterior, se sigue indiscutiblemente que el pecado origi­nal y la sucesión hereditaria son paralelos. ¡Deshonroso rango! ¡Ver­gonzosa conexión! Y sin embargo el más sutil sofista no puede pro­ducir un símil más exacto.

En cuanto a la usurpación, ningún hombre se atreverá a defender­la; y que Guillermo el Conquistador fue un usurpador es un hecho (pie no puede contradecirse. La sencilla verdad es que la antigüedad de la monarquía inglesa no resiste la mirada.

Pero no es tanto el absurdo como el daño de la sucesión heredita­ria lo que preocupa a la humanidad. Si garantizara una raza de hom­bres buenos y sabios, tendría el sello de la autoridad divina, pero co­mo abre la puerta a los idiotas y a. los malvados y a los ineptos, manifiesta tener la naturaleza de la opresión. Hombres que se consideran a sí mismos como nacidos para reinar, y a los demás para obedecer, pron­to se vuelven insolentes; seleccionados del resto de la humanidad sus mentes son temprano envenenadas por la sensación de su propia im­portancia; y el mundo en que actúan difiere tan sustancialmente del mundo en general que tienen poca oportunidad de conocer sus ver­daderos intereses y cuando llegan al gobierno son con frecuencia los más ignorantes e impreparados de todos sus dominios.

Otro mal que acompaña a la sucesión hereditaria es que el trono puede entrar en posesión de un menor de edad en cualquier momen­to, y durante ese periodo la regencia, encubierta por la autoridad del rey, tiene todas las oportunidades y alicientes posibles para traicionar su responsabilidad. La misma desgracia nacional se da cuando un rey, agotado por la edad, y las dolencias, entra en la última etapa de la de­bilidad humana. En ambos casos el público queda a la merced de cualquier malhechor que pueda manipular las locuras de la vejez o de la infancia.

El argumento más aceptable que se haya ofrecido jamás en favor de la sucesión hereditaria es que preserva a la nación de las guerras civiles; si esto fuera cierto tendría gran peso; pero es la mentira más descarada que jamás se haya impuesto a la humanidad. Toda la histo­ria de Inglaterra atestigua lo contrario. Desde la conquista han reina­do sobre ese atribulado reino treinta reyes adultos y dos menores de edad, tiempo durante el cual ha habido (contando la Revolución) no menos de ocho guerras civiles y diecinueve rebeliones. Por lo cual es evidente que, en vez de favorecer la paz, obra en su contra, y contra­dice el fundamento mismo sobre el cual parece asentarse.

La contienda por la monarquía y la sucesión al trono entre las ca­sas de York y Lancaster hundió a Inglaterra en sangre durante mu­chos años. Hubo entre Enrique y Eduardo doce batallas campales, sin contar escaramuzas y sitios. Dos veces fue Enrique prisionero de Eduardo, que a su vez fue prisionero de Enrique. Y tan incierta es la fortuna de la guerra y la voluntad de una nación, cuando no hay en juego sino cuestiones personales, que Enrique fue llevado en triunfo de la prisión al palacio, y Eduardo obligado a huir del palacio al exi­lio; y sin embargo, como los cambios súbitos de voluntad rara vez son duraderos, Enrique fue a su vez expulsado del trono, y Eduardo lla­mado del exilio a sucederlo, siguiendo siempre el parlamento la co­rriente más fuerte.

Esta contienda comenzó durante el reinado de Enrique VI, y no se apagó por completo hasta el de Enrique VII, en quien se unieron las dos familias, abarcando un periodo de sesenta y siete años, a saber, desde 1422 hasta 1489.

En pocas palabras, la monarquía y la sucesión han arrojado, no a este o aquel reino únicamente sino al mundo entero, en un baño de sangre y cenizas. Es una forma de gobierno contra la cual la palabra de Dios da su testimonio, y la sangre lo acompañará.

Si preguntamos por su ocupación, descubriremos que en algunos países el rey no tiene ninguna; y luego de deambular toda su vida sin placer para sí mismo ni ventaja para la nación, se retira del escenario y deja a sus sucesores la misma ociosa ronda. En las monarquías abso­lutas toda la carga de los negocios civiles y militares pesa sobre el rey; los hijos de Israel, al pedir un rey, insistían en su deseo de "que pue­da juzgarnos, e ir ante nosotros y pelear nuestras batallas". Pero en aquellos países donde no es nijuez ni general, como sucede en. Ingla­terra, un hombre se queda perplejo si quiere saber en qué se ocupa.

Mientras más se aproxima cualquier gobierno a una república, me­nos ocupación hay para un rey. Es difícil encontrar un nombre ade­cuado para el gobierno de Inglaterra. Sir William Meredith lo llama república; pero en su estado actual no merece tal nombre, porque la corrupta influencia de la Corona, al tener en su mano todos los car­gos y disponer de ellos, ha absorbido tan completamente el poder y carcomido de tal forma la virtud de la cámara de los comunes (que es la parte republicana de la Consütución) que el gobierno de Inglate­rra es ahora casi tan monárquico como el de Francia o España. Los hombres disputan a propósito de los nombres sin entenderlos. Por­que es la parte republicana y no la monárquica de la Constitución de Inglaterra de la que se glorían los ingleses, a saber, la libertad de ele­gir una cámara de comunes de entre sí mismos... y es fácil ver que cuando la virtud republicana falla, sobreviene la esclavitud. ¿Por qué es enfermiza la Constitución de Inglaterra, sino porque la monarquía ha envenenado a la república, la Corona se ha tragado a los comunes?

En Inglaterra un rey tiene poco que hacer, fuera de la guerra y la distribución de cargos; o sea, en palabras sencillas, empobrecer a la nación y meterla en pleitos. ¡Bonita ocupación por la cual pagarle a un hombre ochocientas mil libras esterlinas al año, y rendirle ado­ración de remate! Más vale un solo hombre honrado para la socie­dad, y a los ojos de Dios, que todos los nrfianes coronados que jamás hayan vivido.