William James

WILLIAM JAMES

 William James, hermano de HenryJames, nació en Nueva York, en 1842. Pa­ra detalles de su familia y primera educación véase la introducción al texto de Henry James en esta misma antología. De hecho los dos hermanos tuvie­ron un desarrollo paralelo hasta el año 1860, en que ambos estudian pintu­ra, en Newport. William James entra en Harvard un año antes que Henry, pe­ro sus intereses son muy distintos. Aficionado desde niño a la ciencia, estudia química, fisiología, anatomía, y, finalmente, medicina. Después de viajar al Brasil como miembro de una expedición científica regresa a Estados Unidos y trabaja como médico interno en diversos hospitales. A la muerte de un her­mano muy querido pasa un año y medio en Alemania, donde sufre de una grave depresión de la cual nacen su posterior interés en la psicología, en la experiencia religiosa y en la filosofía.

De 1872 en adelante enseña diversas cátedras en Harvard y sus Principios de psicología, publicados en 1890, se convierten en un texto clásico. En 1899 dicta una serie de conferencias en la Universidad de Edimburgo, en Escocia, que son el germen de su obra, publicada años más tarde, sobre Las varieda­des de la experiencia religiosa. Es, además, importante como fundador y promo­tor de la corriente filosófica llamada pragmatismo, que propone por primera vez en la conferencia que aquí incluimos sobre Conceptos filosóficos y resultados prácticos, y que dictó en la Universidad de California, tierra que llevaba me­nos de medio siglo de pertenecer a Estados Unidos, y estaba por lo tanto re­cién incorporada a su vida intelectual, hecho al cual alude William James en la conferencia.

La importancia de este texto es histórica, ya que marca el inicio efecti­vo de la corriente filosófica llamada pragmatismo, la principal y más carac­terística aportación norteamericana a la filosofía. Como señala el mismo James, había antecedentes, sobre todo en los filósofos ingleses, pero esta escuela tomó conciencia de sí misma con Peirce y James y, gracias en gran medida al desarrollo y difusión que adquirió por obra de James, hizo for­tuna.

El lector que haya seguido con cuidado esta antología se dará cuenta de que, de hecho, la actitud pragmática o práctica es tan frecuente en el inte­lectual norteamericano que puede, con cierta justicia, llamarse típica... aun-


que, desde luego, no es la única ni mucho menos. Para confirmarlo basta con releer uno de los textos aquí incluidos de Benjamín Franklin, escrito con si­glo y medio de anterioridad, en que eljoven Franklin se declara decepciona­do de las disquisiciones filosóficas abstractas y se aparta de una vez por todas de la filosofía para dedicar su vida a cosas más útiles, ya que con las discusio­nes filosóficas nunca se llega a ninguna parte y sólo se pierde tiempo y se frus­tra. Franklin expresa así la principal argumentación que sirve de base al prag­matismo, o al menos su punto de partida psicológico: hay que dejar a un lado lo abstracto y lo absoluto. Sólo lo que sirve de algo, lo que guía la acción, es digno de consideración por la mente humana.

Bien puede uno preguntarse si semejante actitud intelectual no tiende a borrar del mapa a la ciencia pura, frenando, por ejemplo, el desarrollo de las matemáticas o de la astronomía, y dando en cambio preferencia muy espe­cial a la ciencia aplicada o inmediatamente aplicable. Algo de esto ha sucedi­do, pero es bien sabido que los norteamericanos no llevaron tan lejos su prag­matismo como para trasladarlo del terreno de la filosofía al de la ciencia, o que, al menos, acabó por verse con claridad que a la larga hasta la ciencia pu­ra tenía resultados prácticos "contantes y sonantes", como los llama William James, y merecía que se le destinaran tiempo y fondos.

A pesar de esta y otras objeciones, el pragmatismo puede ser tentador, y es una posición filosófica que merece ser analizada y valorada seriamente. En esta antología es indispensable incluirla, al menos en representación, por ser la principal corriente filosófica norteamericana. Al lector interesa­do se le recuerda que John Dewey también fue un representante del prag­matismo.

Se advierte al lector que toda traducción es una lectura del traductor y, por lo tanto, una interpretación. En el caso de este texto la advertencia es ne­cesaria ya que el poco rigor de la terminología utilizada por James me obligó a tomarme libertades que no acostumbro. Si me hubiera apegado más lite­ralmente al texto original, conservando todas sus ambigüedades y faltas de rigor, el lector de habla española, sobre todo el neófito en materia filosófica, habría tenido graves problemas para entender la intención del autor. Creo que esto le habría impedido, sencillamente, la lectura, ya que la oscuridad resulta sumamente aburrida. Advierto, pues, que esta traducción no puede de ninguna manera sustituir el estudio del texto original para el interesado en él desde un punto de vista profesional.

CONCEPTOS FILOSÓFICOS Y RESULTADOS PRÁCTICOS [1898]

 

Una ocasión como ésta parece exigir un discurso que no sea en ab­soluto técnico. Debo hablar de algo que se relacione más con la vida que con la lógica. Debo dar un mensaje que tenga un resultado prác­tico y, por así decirlo, un trasfondo musical emotivo, apropiado para interesar a los hombres en cuanto hombres, pero que no decepcio­ne demasiado a los filósofos, ya que los filósofos, por extraños que parezcan, siguen siendo hombres en los oscuros recovecos de su co­razón, hasta en Berkeley. Debería, digo, exponer un tema lo suficien­temente sencillo para captar la atención del resto y conmover o ins­pirarlos, y, sin embargo, lo suficientemente ingenioso y fuera de lo común para impedir que los miembros de la Unión Filosófica se pon­gan a bostezar y se distraigan.

Confieso que tengo algo por el estilo en mente, un discurso abso­lutamente ideal para la presente ocasión. Si lo escribiera, y creo en verdad que sería considerado por todos como la última palabra en ma­teria filosófica. Llevaría la teoría a un punto en el cual comenzaría la vida práctica de todo ser humano. Resolvería todas las antinomias y contradicciones, pondría en libertad todos los impulsos y emociones buenos y valiosos; y todos y cada uno de los hombres al oírlo dirían: "¡Por Dios, es cierto! Eso es lo que he estado creyendo, eso es lo que en realidad he estado viviendo todo este tiempo, pero nunca antes ha­bía encontrado palabras para decirlo. Todo lo que nos elude, todo lo que parpadea y centellea, todo lo que nos atrae y se desvanece al momento mismo en que invita, se convierte aquí en solidez y pose­sión, ¡lie aquí el fin de la insatisfacción; he aquí el principio de la claridad, la alegría y el poder libre de obstáculos!" Sí, amigos, traigo conmigo semejante discurso. Pero les presento mis más humildes dis­culpas y suplico que no me juzguen con excesivo rigor... lo cierto es que no puedo ofrecérselos ahora. He atravesado todo el continente para llegar a esta maravillosa costa del Pacífico, este Edén, no de la antigüedad mitológica, sino del sólido futuro de la humanidad. De­bería darles algo digno de su hospitalidad, y no del todo indigno de su gran destino, para ayudar a cimentar nuestro aguerrido y rudo Es­te con su maravilloso Oeste en una amalgama espiritual; y sin embar­go, sencillamente no puedo. He tratado de articularlo, pero se nie­ga a dejarse expresar.

Los filósofos son, después de todo, algo así como poetas. Son des­cubridores de caminos. Lo que todos sienten, lo que todos intuyen en sus huesos y tuétanos, ellos a veces pueden encontrar palabras pa­ra decirlo. Las palabras y pensamientos de los filósofos no son exac­tamente las palabras y los pensamientos de los poetas, por desgracia. Pero ambos tienen la misma función. Son -si me permiten recurrir a semejante comparación- como otras tantas huellas o tajos en los ár­boles, tajos dejados por el hacha del intelecto humano en los árboles de la selva virgen de la experiencia humana. Nos dan algo desde lo cual podemos avanzar, un punto de partida. Nos dan una dirección y un objetivo que nos proponemos alcanzar. No nos dan todo el bos­que con sus glorias bañadas por el sol, ni sus encantamientos y mara­villas vistos a la luz de la luna. Los secretos vallecillos cuajados de he-lechos, las cascadas que caen sobre rocas tapizadas de musgo, tantos mágicos rincones, se nos escapan; ésos pertenecen sólo a las criatu­ras salvajes que lo habitan y que, ¡afortunadas!, no necesitan tajos de hacha que las guíen para encontrar su camino. Pero a nosotros estos ha­chazos nos confieren una especie de propiedad. Podemos ahora ha­cer uso del bosque, caminar por él con nuestros compañeros, gozar de él y apreciar sus bellezas. Ha dejado de ser un lugar que sólo sirve para perderse y no salir de él jamás. Las palabras del poeta y las fra­ses del filósofo nos ayudan, pues, en forma muy auténtica, dándonos a todos de allí en adelante el libre uso de los caminos que abrieron. Aunque no hayan creado nada, gracias a esta función que cumplen, de marcar y fijar, y señalar, bendecimos sus nombres y los tenemos siempre en la boca, aun cuando nos salte a la vista el carácter dispa­rejo, incompleto y medio casual de sus operaciones.

Nadie siente tanto la inmensidad del bosque, ni sabe cuan acciden­tal es la ruta que encuentra, como quien se abre paso en la maraña por primera vez. Colón, soñando con llegar al antiguo Oriente, se to­pa con la pobre, pura y sencilla América, y no avanza más; y los poe­tas y filósofos mismos saben mejor que nadie que lo que sus fórmulas dicen deja en silencio casi todo lo que orgánicamente adivinan y sien­ten. Es así como siento que hay un centro en el bosque de la verdad donde nunca he estado: encontrar el camino para llegar a él es el se­creto motivo de todos los esfuerzos filosóficos de mi pobre vida; hay momentos en que casi me abro paso hasta el último valle y vislumbro el final, tengo una sensación de certidumbre, pero siempre se levan­ta un nuevo obstáculo, de manera que mis tajos de hacha tan sólo dan rodeos, avanzando en espiral hacia la verdadera meta; de manera que, aunque ésta sería la mejor ocasión para hacerlo, no puedo llevarlos al maravilloso y secreto sitio del que hablo, cuando menos no hoy. Ha de ser mañana, o tal vez pasado, y es seguro que la muerte me alcan­zará sin haber cumplido mi promesa.

De tales victorias continuamente postergadas consiste la vida de to­dos los filósofos. La plenitud de la verdad se nos escapa; siempre es­tá un poco más allá. De manera que volvemos a los tajos preliminares -unas cuantas fórmulas, unos cuantos conceptos técnicos, unos cuan­tos índices verbales- que al menos definen un rumbo inicial para el sendero. Y eso, para mi desgracia, es todo lo que puedo ofrecerles aquí en Berkeley hoy. Nada puedo decir de concluyeme y definitivo, sino sólo sugerir, aunque trataré de ser tan poco técnico como me sea posible.

Tan sólo intentaré definir en su compañía la dirección que me pa­rece más prometedora para iniciar la búsqueda del camino de la ver­dad. Hace años me señaló este rumbo un filósofo americano cuyo ho­gar está en el Este del país y cuyas obras publicadas, pocas y dispersas en periódicos y revistas, no dan expresión adecuada a sus poderes. Me refiero al señor Charles S. Peirce, cuya existencia misma en cuan­to filósofo me atrevo a decir muchos de ustedes desconocen. Es uno de los pensadores contemporáneos más originales; y el principio del practicalismo, o pragmatismo, como lo llamó cuando lo oí exponer­lo por primera vez en Cambridge [Mass.], en los primeros años seten­ta [del siglo xix], es la clave o brújula que ha guiado mis pasos, gra­cias a la cual me encuentro cada vez más seguro de que podemos mantener nuestros pies sobre el camino correcto.

El principió de Peirce, como podemos llamarlo, se puede expre­sar de diversas maneras, todas muy sencillas. En el Popular Science Monthly de enero de 1878, Peirce lo presenta en las siguientes pala­bras: el alma y senúdo del pensamiento, dice, nunca puede ser obli­gado a dirigirse a otra cosa que a la producción de una creencia, sien­do ésta la semicadencia que cierra una frase musical en la sinfonía de nuestra vida intelectual. Por lo tanto el pensamiento en movimiento tiene por único motivo posible alcanzar el reposo. Pero cuando nues­tro pensamiento respecto de un tema ha encontrado su reposo en la creencia, entonces podemos comenzar a actuar respecto del mismo con firmeza y seguridad. En pocas palabras, las creencias (o convic­ciones intelectuales) no son otra cosa, en realidad, que reglas para orientar la acción, y el pensamiento no tiene otra función que la de ser un paso en la producción de hábitos de acción. Si hubiera parte alguna de un pensamiento que no modificara para nada sus conse­cuencias prácticas, entonces esa parte no sería un elemento propia­mente constitutivo de la significación o sentido de dicho pensamien­to. Es así como el mismo pensamiento se puede revestir de distintas palabras; pero si las distintas palabras no sugieren una conducta dife­rente, se trata de meras adherencias exteriores que no tienen parte alguna en el contenido significativo del pensamiento. En cambio, si determinan una conducta distinta, entonces son elementos esencia­les de la significación. ["Por favor abre la puerta"] "Please open the door" y "Veuillez ouvrir la porte", significa exactamente lo mismo; pero "¡Mal­dición! ¡Abre la puerta!" significa algo muy diferente de "Por favor abre la puerta", aunque se trate del mismo idioma. Por lo tanto, para averiguar el verdadero significado de un pensamiento sólo necesita­mos determinar qué conducta sería su consecuencia apropiada; esa conducta es para nosotros su único significado. Y el hecho tangible que está en la raíz de todas nuestras distinciones entre los diversos pensamientos, por sutiles que sean, es que ninguna es tan fina que consista en otra cosa que en una posible diferencia en la práctica. Por lo tanto, para alcanzar una perfecta claridad en nuestros pensamien­tos con respecto a un objeto dado, sólo necesitamos considerar qué efectos prácticos concebibles pueden andar involucrados, qué sensa­ciones podemos esperar de él y qué reacciones debemos preparar al respecto. Nuestra concepción de dichos efectos prácticos constituye, pues, para nosotros, el total de nuestra concepción del objeto, en la medida en que tiene significación real en absoluto.

Este es el principio de Peirce, éste es el principio del pragmatismo. Personalmente creo que debe expresarse con mayor amplitud que como lo enuncia el señor Peirce. Para nosotros la prueba última de lo que significa una verdad es, en efecto, la conducta que inspira o que dicta. Pero inspira esa conducta porque hace prever algún giro particular de nuestra experiencia que nos exigirá precisamente esa conducta y no otra. Y, para los fines de nuestra plática de esta noche, yo preferiría expresar el principio de Peirce diciendo que el signifi­cado efectivo de cualquier proposición filosófica siempre puede re­ducirse a alguna consecuencia particular que de ella resultaría para nuestra experiencia práctica futura, ya sea activa o pasiva; siendo lo más importante el hecho de que la experiencia ha de ser particular, y no el hecho de que sea o no activa.

Para entender cabalmente la importancia de este principio uno debe acostumbrarse a aplicarlo a casos concretos. El uso que yo mis­mo he podido hacer de él me convence de que tomarlo en cuenta en el curso de las discusiones filosóficas tiende maravillosamente a eli­minar los malentendidos y traer la paz. Por lo tanto, aunque no logra­ra otra cosa, nos habría proporcionado una regla valiosísima para las discusiones. De manera que dedicaré el resto de esta preciosa hora que tengo con ustedes a elucidarlo, porque pienso sinceramente que, si una vez lo entienden con claridad, les cerrará muchos viejos cami­nos equivocados y puertas falsas, y los pondrá sobre el verdadero ca­mino de la verdad.

Una de sus primeras consecuencias es la siguiente: supongamos que hay dos definiciones, o proposiciones, o máximas filosóficas diferen­tes, que parecen contradecirse mutuamente, y respecto de las cuales disputan los hombres. Si, suponiendo la verdad de una, no se puede prever ninguna consecuencia práctica concebible, para nadie, en nin­gún sitio, distinta de las que se pueden prever suponiendo la verdad de la otra, ¡entonces la diferencia entre ambas proposiciones no exis­te! ¡No hay tal diferencia! Se trata sólo de una diferencia verbal y apa­rente, indigna de mayor discusión. Ambas fórmulas significan en el fondo lo mismo, aunque lo digan en palabras tan distintas. Sorpren­de ver cuántas disputas filosóficas se desmoronan y pierden importan­cia en el momento en que se las somete a esta sencilla prueba. No pue­de haber diferencia alguna en el significado que no importe en la práctica, ninguna diferencia en la verdad abstracta que no se exprese en una diferencia en el hecho concreto, y en la conducta que se le im­pondría a alguien como necesaria de alguna manera, en algún lugar, alguna vez, a consecuencia de ese hecho. Es cierto que muchas veces parece darse una cierta mengua o pérdida de valor en nuestras fórmu­las generales cuando medimos su significado de esta manera tan pro­saica y práctica. Se encogen. Se disminuyen. Pero la inmensidad que se fundamenta en la mera vaguedad es una falsa apariencia de importan­cia, y no una dimensión que valga la pena retener. Lo cierto es, como le he oído decir a un amigo matemático, que siempre se encogen las A's y las Fs y las Zs, cuando, al final de la ecuación algebraica, se trans­mutan en otras tantas simples As, Bs y Cs; pero la función del álgebra es, después de todo, la de reducirlas a esa forma más [manejable y con­creta o] definida, y la función de la filosofía debería ser descubrir qué nos importa, en qué nos afectará a ti y a mí, qué influencia precisa ten­drá en nuestros actos, en ciertos momentos determinados de nuestra vida, el que sea esta o aquella visión del mundo la verdadera.

Si partimos de un caso imposible, veremos quizá con mayor clari­dad la utilidad y aplicabilidad de nuestro principio. Pongámonos pues, imaginariamente, en una posición en la cual no se pueda hacer ninguna previsión de importancia, ni dictar conducta alguna, de ma­nera que no haya en absoluto forma de aplicar el principio del prag­matismo. Supongamos, digo, que el momento actual es el último del mundo, y que no hay más allá sino el no ser, y no existe futuro algu­no ni para la experiencia ni para la conducta.

Ahora bien, yo digo que en ese caso no tendrían ningún sentido nuestros más urgentes y enconados debates filosóficos y religiosos. Por ejemplo, la pregunta: "¿Es la materia la que produce todas las co­sas, o hay también un Dios?", sería perfectamente ociosa y carente de sentido si el mundo hubiera terminado y no hubiera nada por venir. Muchos de nosotros, creo que la mayoría, sentimos que caería sobre el mundo algo así como una terrible frialdad y muerte si nos viéra­mos obligados a creer que no tenía injerencia en él ningún espíritu o propósito conformador y se hubiera dado sencillamente por acci­dente. Los detalles de la experiencia que en realidad se hubiera teni­do podrían ser los mismos en cualquiera de ambas hipótesis, algunos tristes, otros alegres; algunos racionales, otros extraños y grotescos; pero si no hubiera un Dios tras ellos, si no los respaldara un Dios, pensamos que tendrían algo de horrendo y espectral, que no conta­rían ninguna historia verdadera, que no habría reflexión en esos ojos con que miran fijamente. Por otra parte, habiendo un Dios, se volve­rían sólidos, tibios y llenos de sentido.

Yo digo que semejante diferencia de sentimientos, bastante razo­nable tratándose de una conciencia prospectiva, como es ahora la nuestra, y cuyo mundo fuera todavía en parte futuro, carecería abso­lutamente de sentido y sería del todo irracional en una conciencia ex­clusivamente retrospectiva que estuviera resumiendo un mundo ya pasado. Para semejante conciencia la alternativa no podría tener nin­gún interés emocional. El problema sería exclusivamente intelectual; y si pudiera demostrarse con alguna plausibilidad científica que la ma­teria basta por sí sola para explicar los hechos, no debería sentirse la más leve sombra de nostalgia por el Dios que tal explicación habría comprobado innecesario, y la creencia en Dios se desvanecería de nuestra mente.

Porque, consideremos sinceramente el asunto y digamos cuál se­ría el valor de semejante Dios si estuviera allí, con su trabajo cumplido y su mundo al final de su carrera. No valdría más de lo que valierajus-tamente ese mundo. Ese sería el resultado, con sus méritos y defec­tos mezclados, que habría alcanzado su poder creador, pero no po­dría ir más allá. Y, como no habría futuro; como todo el valor y sentído del mundo se habría ya realizado y cumplido en los sentimientos que lo acompañaron a su paso, y que ahora tocarían con él su fin; como, a diferencia de nuestro mundo real su función de preparar algo to­davía por venir no le otorgaría ningún sentido adicional: por él me­diríamos, como quien dice, a Dios. Dios sería el Ser que pudo hacer eso; y por ello le estaríamos agradecidos, y por nada más. Pero supon­gamos ahora la hipótesis contraria, a saber, que los pedacitos de ma­teria, obedeciendo sus propias "leyes", fueran capaces de hacer ese mundo, sin faltarle nada, ¿no deberíamos estarles igualmente agra­decidos? ¿Qué perderíamos al abandonar la hipótesis de Dios y atri­buirlo todo a la materia? ¿En dónde quedarían la impresión de muer­te y horror, de "crudeza"? Y, habiéndose cumplido ya la experiencia sin poderse repetir jamás, ¿cómo podría la presencia de Dios hacer­la un ápice más "viva" ni más rica a nuestros ojos?

Honradamente, es imposible contestar esta pregunta. El mundo en realidad experimentado se supone idéntico en todos su detalles en cualquiera de las dos hipótesis, "el mismo, para nuestra honra o nuestra culpa", como dice Browning. Allí está, imborrable; un don que no puede ser ya retirado. Llamar causa suya a la materia no le quita uno solo de los detalles que lo han compuesto ni le agrega tam­poco un ápice llamar causa suya a Dios. Serían el Dios o los átomos, respecüvamente, [creadores] de ese mundo y de ningún otro. Dios, si de Dios se trata, habría estado haciendo exactamente lo que ha­brían hecho los átomos -haciendo el papel de los átomos, por así de­cirlo- y mereciendo la misma gratitud que se les debería a los átomos, y nada más. Si su presencia no le da ningxín giro distinto al drama ni cambia su desenlace, tampoco puede prestarle mayor dignidad. Ni perdería dignidad alguna si Dios estuviera ausente, y quedaran sólo los actores en el tablado. Una vez terminado el drama, y corrida la cortina realmente no puede uno mejorarlo atribuyéndoselo a un gran genio, como tampoco puede uno empeorarlo llamando "escritorzue­lo de mala muerte" a su autor.

Por lo tanto, si nuestra hipótesis no puede tener la más mínima in­fluencia en ningún detalle de nuestra futura experiencia o conduc­ta, el debate entre materialismo y teísmo pierde todo sentido y se vuel­ve ocioso. En ese caso materia y Dios significan exactamente lo mis­mo -el poder, a saber, capaz de producir exactamente ese mundo mezclado, imperfecto, y sin embargo finiquitado... ni más ni menos-y sería sabio el hombre que en dicho caso volviera la espalda a tan su-perflua discusión. Por lo tanto la mayoría de los hombres por instin­to -y muchos, lo llamados positivistas o científicos, deliberada y cons­cientemente vuelven de hecho la espalda a las disputas filosóficas de la cuales no puede verse que se siga ninguna consecuencia futura con­creta ni nada por el estilo. El carácter verbal y hueco de nuestros es­tudios es seguramente un reproche con el cual lo miembros de esta Unión Filosófica están tristemente familiarizados. Un estudiante es­capado de Berkeley me dijo el otro día, en Harvard -por cierto que nunca había estado aquí en la escuela de filosofía- "Palabras, pala­bras, palabras, eso es todo lo que les importa a ustedes los filósofos." Nosotros los filósofos lo creemos injusto; y sin embargo, si es verdad el principio del pragmatismo, éste es un reproche perfectamente sen­sato, a menos que se pueda demostrar que las alternativas metafísicas bajo investigación tienen consecuencias prácticas distintas, por suti­les y distantes que sean. Ni el hombre común ni el científico pueden descubrir tales consecuencias, y si el metafísico tampoco puede dis­cernirlas, entonces el hombre común y el científico tienen toda la ra­zón. En ese caso su ciencia es pomposa y trivial, y dotar una cátedra de fondos para que imparta sus enseñanzas semejante personaje se­ría en realidad absurdo. Es evidente, por lo tanto, que en toda autén­tica disputa metafísica hay enjuego alguna consecuencia práctica, por remota que sea. Para ver esto con mayor claridad consideremos nue­vamente el debate entre materialismo y teísmo, colocados esta vez en el mundo real en que vivimos, el mundo que sí tiene un futuro, que no ha terminado todavía en el momento en que hablamos. En este mundo inconcluso la pregunta "¿materialismo o teísmo?" es intensa­mente práctica y merece que dediquemos algunos minutos de nues­tra hora a ver cuan cierta es esta afirmación.

¿En qué cambia para nosotros, en efecto, el programa [de la vida] según consideremos que los datos de la experiencia transcurrida has­ta la fecha son configuraciones sin objeto de átomos que se mueven de acuerdo con leyes elementales eternas, o que se deben a la provi­dencia de un Dios? Hasta donde llega el pasado, en realidad, no hay diferencia alguna. Estos hechos entraron ya en la cuenta, están ya en el saco, seguros; y lo que haya en ellos de bueno es ganancia, ya sean los átomos o Dios su causa. Hay por lo tanto hoy en día muchos ma­terialistas que, ignorando por completo los aspectos prácticos futuros implicados en el asunto, intentan el oprobio que conlleva el término de materialismo, e incluso eliminar la palabra misma, demostrando que, si la materia pudiera dar origen a todas estas ganancias, enton­ces la materia, considerada en cuanto a sus funciones, es tan divina como Dios mismo, que de hecho se funde y confunde con la deidad, que es lo que se nombra cuando se nombra a Dios. Hay que dejar de usar, aconsejan, estos términos, con su obsoleta contraposición. Hay que usar términos libres de connotaciones eclesiásticas por una par­te, y de toda sugestión de crudeza o torpeza, de [villanía o falta de] nobleza, por la otra. Hay que hablar del misterio primario, de la ener­gía incognoscible, del único poder, en vez de decir Dios o decir ma­teria. Esto es lo que nos aconseja el señor Spencer al final del primer volumen de su Psicología. En algunas páginas muy bien escritas de ese libro nos demuestra que una "materia" tan infinitamente sutil, que cumple movimientos tan inconcebiblemente rápidos y finos como postula la ciencia moderna en sus explicaciones, no es burda ni tie­ne huella alguna de torpeza. Demuestra que el concepto de espíritu, tal y como hasta ahora lo hemos formulado los mortales, es en reali­dad demasiado burdo para explicar la exquisita complejidad de los hechos y procesos naturales. Ambos términos, dice, no son sino sím­bolos, que apuntan a esa única incognoscible realidad en la que cesa su contraposición.

A lo largo de todos estos comentarios del señor Spencer, elocuen­tes y hasta nobles, en cierto sentido, su autor parece pensar que el re­chazo común del materialismo proviene de un desdén puramente es­tético por la materia, que se considera algo burdo en sí mismo, y vil y despreciable. Es indudable que semejante desdén estético de la ma­teria ha desempeñado un papel en la historia filosófica. Pero no de­sempeña parte alguna en la repugnancia de un hombre inteligente moderno. Dadle una materia obligada perpetuamente por sus pro­pias leyes a conducir cada vez más cerca de la perfección a nuestro mundo, y cualquier hombre racional estará dispuesto a adorar a esa materia como el señor Spencer al poder incognoscible [que postu­la] . No sólo ha procurado el bien hasta la fecha, sino que lo procura­rá siempre; y eso nos basta. Haciendo en la práctica todo lo que pue­de hacer un Dios, su función es una función divina, se da en un mun­do en el que Dios sería superfluo; de semejante mundo jamás podría legítimamente echarse de menos la presencia de un Dios.

Pero, ¿es cierto que la materia que lleva a cabo el proceso de evo­lución cósmica del que habla el señor Spencer es un principio de per­fección interminable como el descrito? No, de hecho no lo es, por­que el fin futuro de todo ser, o sistema de seres, producido por [tal] desarrollo cósmico es la tragedia; y el señor Spencer, al limitarse a considerar el aspecto estético de la controversia e ignorar el práctico, no ha contribuido, en realidad, con nada serio a su solución. Pero apliquemos ahora nuestro principio de los resultados prácticos y vea­mos qué vital significación adquiere de inmediato la controversia en­tre materialismo y teísmo.

Teísmo y materialismo, indiferentes cuando se consideran en un contexto retrospectivo, apuntan, cuando los consideramos con vistas al futuro, a consecuencias prácticas completamente distintas, a pers­pectivas absolutamente opuestas para la experiencia. Porque hay que tomar en cuenta que, según la teoría mecanicista de la evolución, las leyes de redistribución de la materia y el movimiento, aunque no ca­be duda de que hay que agradecerles todas las buenas horas que nos hayan dado nuestros organismos biológicos, y todos los ideales que ahora conciben nuestras mentes, infaliblemente desbaratarán de nue­vo su obra, disolviendo todo lo que una vez produjeron. A todos us­tedes les es bien conocida la imagen del último estado previsible del universo muerto, tal como lo presenta la ciencia evolucionista. No puedo describirlo mejor que con las palabras del señor Balfour:

Las energías de nuestro sistema decrecerán, la gloria del sol palidecerá, y la tierra, inerte y sin mareas, no tolerará más a la raza que por un momento ha inquietado su soledad. El hombre descenderá al foso y todos sus pensamien­tos perecerán. La inquieta conciencia que en este oscuro rincón ha roto por un breve espacio de tiempo el tranquilo silencio del universo quedará en reposo. La materia no se conocerá más a sí misma. Los "monumentos impe­recederos" y las "hazañas inmortales", la muerte misma, y el amor más fuerte que la muerte, serán como si nunca hubieran sido. Ni nada de lo que exista estará en mejor o peor situación, por mucho que hayan luchado el trabajo, genio y devoción del hombre, ni por muchas penas que haya sufrido en ta­les esfuerzos a través de incontables edades.

Allí está el resquemor, allí el talón de Aquiles: aunque en las vastas mareas cósmicas aparezcan muchas costas enjoyadas, y floten y se de­moren muchos encantados bancos de nubes, y permanezcan largo tiempo antes de disolverse -como se demora nuestro mundo ahora, para nuestro gozo- sin embargo, una vez que se marchen y desapa­rezcan estos transitorios productos, nada, absolutamente nada, que­dará que represente estas singulares cualidades, estos preciosos y específicos elementos que hubieran podido encerrar. Muertos e idos son, han partido por completo sin dejar nada de sí en la esfera pro­pia y recámara íntima del ser. Sin dejar un eco; sin mejoría alguna; sin influir en nada que pueda venir después, sin procurar respeto al­guno para sus ideales. Este último y total naufragio, esta tragedia, pertenece a la esencia del materialismo científico tal y como se en­tiende actualmente. Las fuerzas inferiores y no las superiores son las eternas, o al menos las últimas en sobrevivir dentro del único ciclo evolutivo que podemos prever con cierta seguridad. El señor Spen­cer está tan seguro de esto como cualquiera de nosotros; entonces ¿por qué discutir con nosotros como si estuviéramos presentando es­túpidas objeciones estéticas respecto de la "crudeza y torpeza" de "la materia y el movimiento" -principios de su filosofía- cuando lo que en realidad nos desanima es el desconsuelo de sus resultados prácti­cos finales?

No, la verdadera objeción al materialismo no es positiva sino nega­tiva. Hoy en día sería una farsa quejarse de lo que es, tachándolo de "burdo". Es burdo lo que actúa burdamente, y viceversa. Ahora sabe­mos eso. Nos quejamos, por el contrario, de lo que no es el materialis­mo, de que no garantiza en forma permanente nuestros intereses más idealistas, de que no satisface nuestras más remotas esperanzas.

La idea de Dios, por otra parte, aunque tenga menos nitidez y cla­ridad que las ideas matemáticas tan comunes en la filosofía mecani­cista, goza al menos de esta superioridad práctica sobre ellas: garan­tiza un orden ideal que será preservado en forma permanente. Un mundo que contiene un Dios capaz de decir la última palabra, puede, en efecto, quemarse o congelarse, pero podemos entonces pensar que Él tendrá todavía en cuenta los viejos ideales y que seguramente los hará fructificar en otra parte; de manera que, estando Él, la tra­gedia sólo será provisional y parcial, y el naufragio y disolución no serán finales y absolutamente definitivos. Esta necesidad de un orden moral eterno es una de las más profundas que alberga nuestro pecho, y aquellos poetas que, como Dante y Wordsworth, viven convencidos de la existencia de semejante orden, deben a ese hecho el extraordi­nario poder tónico y consolador de sus versos. Aquí, pues, en la dis­tinta seducción que ejercen en el campo emotivo y práctico, en los ajustes requeridos con respecto a nuestras actitudes concretas de espe­ranza y expectación, y en todas las delicadas consecuencias que de sus diferencias se desprenden, yace el verdadero significado del materia­lismo y del teísmo -y no en abstractas y bizantinas distinciones con respecto a la esencia interior de la materia o los atributos metafísicos de Dios. El materialismo significa simplemente la negación de la eter­nidad del orden moral y la amputación de las últimas esperanzas; el teísmo la afirmación de un orden moral eterno y la liberación de la esperanza. Seguramente aquí tenemos un tema suficientemente au­téntico de discusión para cualquiera que lo sienta; y, mientras los hombres sigan siendo hombres, dará pie a debates filosóficos serios. Cuando menos en lo tocante a esta cuestión los positivistas y despre-ciadores de la metafísica se equivocan.

Pero quizás algunos de ustedes acudan todavía en su defensa. In­cluso admitiendo que teísmo y materialismo ofrecen distintas profe­cías respecto del futuro del mundo, quizá desprecien esa diferencia, considerándola como algo tan infinitamente remoto que no significa nada para una mente sana. La esencia de una mente sana, dirán, es considerar las cosas más próximas, y no preocuparse por quimeras ta­les como el fin último del mundo. Bueno, pues sólo puedo respon­der que si dicen esto, juzgan mal la naturaleza humana. La melanco­lía religiosa no se despacha simplemente agitando la palabra "locura" como un trapo. Las cosas absolutas, las cosas últimas, las cosas que nos rebasan, son el verdadero tema de la filosofía; todas las mentes superiores las toman en serio y la mente de perspectivas más cortas es sencillamente la mente de un hombre más superficial.

Sin embargo, estoy dispuesto a pasar por alto estas perspectivas re­feridas al fin último si alguno de ustedes insiste en ello. La controver­sia teísta puede de todas formas servir para ilustrar el principio del pragmatismo con bastante claridad para nuestros fines, sin necesidad de ir tan lejos. Si hay un Dios, no es probable que [su existencia] só­lo afecte al fin último del mundo; probablemente afecta toda su tra­yectoria. Ahora bien el principio del practicalismo nos dice que el sentido mismo del concepto de Dios reside en las diferencias que tie­nen que operarse en nuestra experiencia de ser cierto el concepto.

El famoso inventario de las perfecciones divinas, tal y como lo ha ela­borado la teología dogmáúca, o no significa nada, dice nuestro prin­cipio, o implica ciertas [cosas concretas y] definidas que podemos sen­tir y hacer en momentos particulares de nuestra vida, cosas que no podríamos sentir y no deberíamos hacer si no hubiera Dios y si el ne­gocio del universo fuera asunto exclusivo de los átomos de la mate­ria. En la medida en que nuestras concepciones de la Deidad no im­plican tales experiencias, en esa medida carecen de sentido y son algo puramente verbal: entidades y abstracciones escolásticas, como dicen los positivistas, y objetos dignos de su desprecio. Pero en la medida en que implican tales experiencias [concretas] definidas, Dios signi­fica algo para nosotros, y puede ser real.

Ahora bien, si consideramos las definiciones de Dios que da la teo­logía dogmática, vemos inmediatamente que algunas se sostienen y otras se derrumban cuando se someten a esta prueba. Dios, por ejem­plo, como nos dirá cualquier libro de texto ortodoxo, es un bien que no sólo existe per se, o sea por sí mismo, como existen los seres crea­dos, sino a se, o sea como proveniente de sí mismo; y de este aseidad emanan casi todas sus perfecciones. Es, por ejemplo, necesario; ab­soluto; infinito en todos respectos; y uno. Es simple, no compuesto de esencia y existencia, sustancia y accidente, acto y potencia, o suje­to y atributos, como las demás cosas. No pertenece a ningún género; es inalterable por dentro y por fuera; conoce todas las cosas y todas -en primer lugar su propio ser infinito- son producto de un solo ac­to indivisible y eterno de su voluntad. Es, además, absolutamente au-tosuficiente, e infinitamente feliz. Ahora bien, ¿en cuál de nosotros aquí reunidos, siendo como somos, americanos prácticos, despierta sensación alguna de realidad esta conglomeración de atributos? Y si en ninguno, entonces, ¿por qué no? Seguramente porque dichos atri­butos no despiertan en nosotros sentimientos activos ni piden ningu­na conducta particular de nuestra parte. ¿Cómo nos afecta la "asei­dad" divina aíiya mfí ¿Qué cosa específica podemos hacer para adaptarnos a su "simplicidad"? ¿En qué forma determina nuestra con­ducta de aquí en adelante el hecho de que su "felicidad" es de cual­quier forma absolutamente completa? En las décadas de 1850 y 1860 el capitán Mayne Reid era un autor muy popular de libros de aven­turas para muchachos. Estaba siempre ensalzando a los cazadores y observadores de los animales vivos en el campo, e insultando conti­nuamente a los "naturalistas de gabinete", como los llamaba, a los


clasificadores y coleccionistas de esqueletos y pieles. Cuando yo era un muchacho pensaba que un naturalista de gabinete era, segura­mente, el tipo más deleznable de hombre que había sobre la tierra. Pero es indudable que los teólogos sistemáticos son los naturalistas de gabinete de la Deidad, incluso en el sentido que le daba al térmi­no el capitán Mayne Reid. Su ortodoxa deducción de los atributos de Dios no es sino un barajar y acoplar de pedantes adjetivos de diccio­nario, distanciado de la moral, distanciado de las necesidades huma­nas, algo que podría deducir a partir de la mera palabra "Dios" un aparato razonante hecho de madera y metal tan fácilmente como un hombre de carne y hueso. Los atributos que he citado no tienen absolutamente nada que ver con la religión, porque la religión es un asunto práctico y vital. De hecho otras partes de la descripción tradi­cional de Dios sí tienen una relación práctica con la vida, y toda su importancia histórica se debe a ese hecho. Su omnisciencia, por ejem­plo, y su justicia. Con una nos ve en la oscuridad, con la otra recom­pensa y castiga [de acuerdo con] lo que ve. De la misma forma su ubi­cuidad y eternidad e inalterabilidad nos inspiran confianza y su bondad desvanece nuestros temores. Incluso atributos que significan menos para el público aquí presente han ejercido una atracción se­mejante en el pasado. Uno de los principales atributos de Dios, según la teología ortodoxa, es su infinito amor a sí mismo, que se comprue­ba mediante la pregunta "¿Con qué otra cosa sino con un objeto in­finito puede satisfacerse un amor infinito?" Una consecuencia inme­diata de este primario amor divino de sí mismo es el dogma ortodoxo de que el objeto primario de la Creación es el deseo de Dios de ma­nifestar su propia gloria; y ese dogma ha entrado indiscutiblemente en una relación práctica muy efectiva con la vida. Es cierto que no­sotros mismos tendemos a dejar atrás la vieja concepción monárqui­ca de una Deidad rodeada de una "corte" y de un ambiente pompo­so -"su estado es regio, miles vuelan a obedecerlo", etc.- pero no se puede negar la enorme influencia que ha tenido en la historia ecle­siástica, ni, por repercusión, en la historia de los países europeos. Y sin embargo hasta estos más reales y significativos atributos, tal y co­mo se han elaborado en los libros de teología, muestran las huellas de la serpiente. Uno siente que, en manos de los teólogos, no son si­no adjetivos sacados del diccionario, mecánicamente deducidos; la lógica ha sustituido a la visión, el profesionalismo a la vida. En vez de pan nos dan una piedra; en vez de un pescado comestible, una ser­piente. Si semejante conglomerado de términos generales y abstrac­tos diera en realidad el sentido de nuestro conocimiento de la Dei­dad, las escuelas de teología podrían seguir floreciendo, pero la reli­gión, la religión viva, habría partido de este mundo. Lo que mantiene viva la religión es algo distinto de las definiciones abstractas y los sis­temas de adjetivos encadenados lógicamente, y muy diferente de las facultades de teología con sus profesores. Todas estas cosas son efec­tos posteriores, adherencias secundarias sobre una masa de experien­cias religiosas concretas, relacionadas con el sentimiento y la conduc­ta, que se renuevan a sí mismas in saecula saeculorum en las vidas de hombres humildes, sin vida pública. Si me preguntan en qué consis­ten estas experiencias, responderé que son conversaciones con lo in­visible, voces y visiones, respuestas a oraciones, transformaciones interiores, rupturas de las cadenas del temor, fuentes de ayuda, ga­rantías de apoyo que se brindan siempre que ciertas personas toman actitudes interiores apropiadas. El poder se hace presente y luego desaparece y se pierde, y sólo se puede encontrar en una dirección determinada, exactamente como si fuera una cosa material concreta. Estas experiencias directas de una vida espiritual más amplia, sin so­lución de continuidad con nuestra conciencia superficial, y con la cual ésta mantiene un intenso comercio, constituyen la masa prima­ria de la experiencia religiosa directa, sobre la cual descansa toda esa religión de segunda mano que proporciona la antedicha noción de un Dios siempre presente, noción que la teología sistemática proce­de a capitalizar y aprovechar a su manera, de una forma pedante e irreal. El significado de la palabra "Dios" consiste justamente en esas experiencias vitales pasivas y activas. Ahora bien, amigos míos, da igual para mis fines que ustedes mismos tengan tales experiencias y las respeten, o se queden a un lado, un tanto orgullosamente distan­ciados y, al contemplarlas en los demás, sospechen que son ilusorias y vanas. Como todas las demás experiencias humanas, éstas también son susceptibles de ilusión y engaño. No son necesariamente infali­bles. Pero constituyen indudablemente el original de la idea de Dios, y la teología es su traducción; y deben recordar que ahora estoy usan­do la idea de Dios meramente como ejemplo, y no para discutir su verdad o falsedad, sino únicamente para comprobar cómo funciona el principio del pragmatismo. Que el Dios de la teología sistemática exista o no es un asunto de poca importancia práctica. Cuando mu­cho significa que hay que seguir pronunciando ciertas palabras abs­tractas y dejar de usar otras. Pero si no existe el Dios de estas expe­riencias particulares, si es falso, esto es algo terrible para ustedes, si son una de las personas a quienes sostienen tales experiencias, cuyas vidas están edificadas sobre ellas. La controversia teísta, bastante tri­vial si la tomamos por el lado académico o teológico, resulta de tre­menda importancia si la juzgamos por sus implicaciones con respecto a la vida real.

La mejor manera de recomendarles el principio del practicalismo es seguir hablando en torno a esta idea teológica. Les recordé hace unos minutos que la antigua concepción monárquica de la Deidad, que se la figura como una especie de Luis XIV de los cielos, está per­diendo gran parte de su antiguo prestigio. La filosofía religiosa, co­mo toda la filosofía, se está volviendo cada vez más idealista. Y en la filosofía llamada del Absoluto, esa forma poskantiana del idealismo que está barriendo con tantos de nuestros glandes intelectos, tene­mos el triunfo de lo que en otros tiempos se despachaba sumariamen­te, catalogándolo de herejía panteísta, me refiero a la concepción de Dios, no como creador extraño a la creación, sino como espíritu y sus­tancia inmanente del mundo. No sé dónde se pueda encontrar un enunciado más franco, más claro y, en términos generales, más seduc­tor y convincente de esta teología del Idealismo Absolutista que en las conferencias que pronunció hace tres años ante esta misma sociedad Josiah Royce, el gran filósofo californiano cuyo colega me enorgu­llezco de ser en Harvard. Sus contribuciones a La concepción de Dios, el volumen que recoge ese ciclo de conferencias, son una obra maes­tra de divulgación. Muchos de ustedes recordarán que en la discusión con que terminó la primera conferencia del profesor Royce el deba­te giró en torno a las ideas de unidad y pluralidad, y que se discutió si, de ser Dios Uno en Todo y Todo el Todo, "Uno con la unidad de un solo instante", como lo expresa Royce, "constituyendo su Todo un [solo y único] momento luminosamente transparente", queda sitio al guno para la moral o la libertad. El profesor Howison, en especial, insistía con gran vehemencia en que moralidad y libertad son rela­ciones entre yos múltiples, entre individuos plurales, y que bajo el régimen del Pensamiento Absolutista y Monista de Royce "no cabe ninguna verdadera multiplicidad de yos". No entraré en los detalles de esa discusión, sólo pediré que consideren por un momento si, en general, cualquier análisis del monismo o el pluralismo, cualquier disputa con respecto a la unidad del universo, no tomaría necesaria­mente una forma en que tendería a aclararse si le aplicáramos nues­tro principio de las consecuencias prácticas.

La pregunta respecto de la unidad o multiplicidad fundamental del mundo es una cuestión metafísica típica. Esa tormenta ha rugido ya durante mucho tiempo. En su forma más burda es un ejemplo ex­celente de choque frontal en un callejón sin salida de la filosofía. 'Yo digo que es un solo gran hecho", exclaman Parménides y Spinoza. 'Yo digo que son muchos pequeños hechos" responden los atomistas y asociacionistas. 'Yo digo que es uno en muchos y muchos en uno" dicen los hegelianos; y en las discuisones comunes y corrientes rara vez avanzamos más allá de esta reiteración estéril de los adjetivos nu­merales preferidos por los disputantes. Pero ¿no es evidente que cuan­do tomamos, por ejemplo, el adjetivo "Uno" en un sentido absoluto y abstracto su significado es tan vago y tan vacío que es indiferente si lo afirmamos o negamos? Es indiscutible que este universo no es la mera cifra o número Uno; y sin embargo se lo puede nombrar "uno" si se quiere, y referirse a él contrastándolo con otros mundos posibles que se numerarían "dos" y "tres" para el caso. La primera pregunta que hay que hacerse es ¿qué es precisamente lo que se quiere decir en la práctica con la palabra "Uno" cuando se llama Uno al universo? ¿De qué maneras afecta a nuestra vida personal esta unicidad? ¿Median­te qué modificación se expresa en la propia experiencia? ¿Cómo pue­de cambiar uno su comportamiento para tomar en cuenta que el uni­verso es uno? Así cuestionada la unidad podría esclarecerse y afirmarse en algunas formas y negarse en otras, y resolverse así el dilema, aun­que un cierto impacto vago y portentoso se perdiera en el proceso.

Por ejemplo, una consecuencia práctica de la unicidad de cual­quier cosa es que podemos pasar de una parte a otra de ella sin sol­tarla. En este sentido la unidad tiene que negarse en parte y en par­te afirmarse de nuestro universo. Físicamente podemos pasar de una a otra parte de él en forma continua de diversas maneras. Pero en cambio el paso lógico y psíquico parece menos fácil, porque no hay continuidad entre una mente y otra, ni entre la mente misma y las co­sas físicas. Hay que bajar [del camión, como quien dice] y volverse a subir; de manera que bajo estos aspectos resulta que el mundo no es uno, si se lo somete a esa prueba práctica.

Otra implicación práctica de la unicidad es que lo que es uno se puede coleccionar. Una colección es una, aunque las cosas que la componen sean muchas. Ahora bien, ¿podemos "coleccionar" en la práctica al universo? Físicamente es evidente que no. Y mentalmente tampoco podemos, si lo tomamos en sus detalles concretos. Pero si lo tomamos en sentido sumario y abstracto, entonces lo coleccionamos mentalmente siempre que nos referimos a él, como cuando yo mis­mo en este momento le arrojó el término "universo" y parece caer so­bre él un aro mental. Es evidente, sin embargo, que semejante uni­dad poética abstracta (como podríamos llamarla) carece en la práctica de significación o importancia alguna.

La unicidad puede, también, significar igualdad genérica, de ma­nera que se pueda someter a todas las partes de la colección a una sola regla y obtener los mismos resultados. Es evidente que en este sentido la unicidad de nuestro mundo es incompleta, porque a pe­sar de la gran uniformidad genérica de los elementos y entes que lo componen, éstos siguen siendo de muchas especies mutuamente irre­ductibles. No se puede deambular libremente por todo él con la me­ra lógica.

Sin embargo sus elementos tienen cierta afinidad o conmensurabi­lidad mutua, no son enteramente extraños entre sí, sino que de algu­na forma pueden compararse y eslabonarse o encajarse unos en otros [como las piezas de un rompecabezas]. Esto, de nuevo, podría signi­ficar en la práctica que fueron uno solo en su origen y que, si regresá­ramos sobre sus pasos, los veríamos surgir de un solo hecho causal pri­mario. Semejante unidad de origen tendría consecuencias prácticas [concretas] definidas, cuando menos para nuestra vida científica.

Sólo puedo dar aquí estas indicaciones breves y superficiales de lo que quiero decir cuando afirmo que someter a semejantes pruebas prácticas la noción de unidad tiende a solucionar el pleito entre mo­nismo y pluralismo. Por otra parte, seguir hablando del tema en una forma absoluta y mística sólo perpetúa el conflicto y el malentendi­do. Yo mismo no dudo de que esta vieja querella podría resolverse a satisfacción de todos los disputantes si tan sólo se le aplicara metódi­camente la máxima de Peirce. El monismo actual sigue hablando, en términos generales, en términos demasiado abstractos. Declara que el mundo, o es completamente inconexo, y por lo tanto no es en ab­soluto un universo, o bien es unidad absoluta. Insiste en que no hay medios caminos. Cualquier conexión que haya, dice este monismo, sólo es posible si hay más conexiones todavía; hasta que al fin nos ve­mos obligados a admitir la conexión absolutamente total requerida. Pero esta conexión absolutamente total, o no significa nada, y es tan sólo la palabra "uno" escrita con muchas letras, o bien significa la su­ma de todas las conexiones parciales que se puedan concebir. Creo que cuando enfocamos así la cuestión, y nos ponemos a buscar todas las posibles conexiones, y concebimos a cada una de una manera práctica definida, la disputa está en vías de resolverse y de quedar fue­ra del alcance de los malentendidos, gracias a una conciliación en la cual se respetan los respectivos derechos de lo Uno y de lo Múltiple.

Pero corro peligro de volverme demasiado técnico, de manera que debo poner un punto final y dejarlos ir.

Me alegra decir que fueron los filósofos de lengua inglesa quienes por primera vez introdujeron la costumbre de investigar el sentido de los conceptos o ideas preguntando qué consecuencias tienen pa­ra la vida. El señor Peirce tan sólo ha dado expresión en una máxima explícita a lo que su realismo había llevado a los demás a hacer por instinto. La gran forma inglesa de investigar una idea es preguntarse en seguida: "¿En qué forma se la conoce? ¿Cuáles son sus consecuen­cias en el terreno de los hechos ¿Cuál es su valor contante y sonante, en términos de experiencia concreta individual? Y ¿cómo afectaría al mundo, cómo lo cambiaría el hecho de que fuera verdadera o falsa?" Es así como maneja Locke el concepto de la identidad personal. Lo que se nombra con este concepto es tan sólo la cadena de los recuer­dos personales, nos dice. Ésa es la única parte concretamente verifi-cable de su significado. Todas las demás ideas al respecto, tales como la unicidad o multiplicidad de la sustancia espiritual que le sirve de fundamento, carecen por lo tanto de significado inteligible; y las pro­posiciones tocantes a tales ideas se pueden afirmar o negar indife­rentemente. Lo mismo hace Berkeley con su "materia". El valor [con­ceptual] contante y sonante de la materia se reduce a nuestras sensaciones físicas. Así es como se lo conoce, y eso es lo único que po­demos verificar concretamente con respecto a dicho concepto. Ése es, pues, todo el significado de la palabra "materia", cualquier otro pre­tendido significado no es sino un viento de palabras. Hume hace lo mismo con la causalidad. Lo que se conoce como causalidad es la su­cesión habitual, y la tendencia de nuestra parte a esperar que suceda algo determinado. Fuera de este significado práctico el concepto no tiene sentido, y los libros al respecto pueden entregarse tranquila­mente a las llamas, dice Hume. Stewarty Brown, James Mili, John Mili y Bain, todos han seguido más o menos constante y coherentemente el mismo método; y Shadworth Hodgson lo ha usado casi tan explíci­tamente como el señor Peirce. Muchos de estos autores han sido, sin duda, demasiado terminantes en sus negaciones; sobre todo Hume, así como James Mili, y Bain. Pero, bien visto, fueron ellos y no Kant quienes introdujeron en la filosofía "el método crítico", único méto­do adecuado para hacer de ella un estudio digno de hombres serios. Porque ¿qué puede tener de serio la discusión de proposiciones filo­sóficas que no pueden tener la menor influencia apreciable sobre nuestros actos? ¿Y qué importa, cuando todas estas proposiciones ca­recen de sentido en la práctica, cuáles serán llamadas verdaderas o falsas?

Las deficiencias y negaciones y crudezas de estos filósofos ingle­ses no provienen de que tengan el ojo puesto en las consecuencias meramente prácticas, sino de que no siguieron investigando estas consecuencias prácticas con la persistencia suficiente para averiguar hasta dónde llegaban. Se puede corregir y completar a Hume y en­riquecerlo utilizando exclusivamente los principios del propio Hu­me, sin recurrir a los tortuosos y farragosos artificios de Kant. En rea­lidad es hasta cierto punto triste, en mi opinión, que no haya sido ésta la trayectoria seguida por la filosofía en su desarrollo posterior. Hume no tuvo sucesores ingleses de suficiente habilidad para com­pletarlo y enmendar su negativismo; de manera que, de hecho, la elaboración de la filosofía crítica ha quedado en manos de pensado­res influidos por Kant. Hasta en Inglaterra y en este mismo país es con términos y categorías kantianas que se busca una visión más ple­na de la vida, y en nuestras universidades son los cursos de trascen-dentalismo los que entusiasman a los estudiantes más ardientes, mien­tras los cursos de filosofía inglesa ocupan un lugar secundario. No puedo pensar que tal situación sea precisamente la más deseable. Y no digo esto por chovinismo nacionalista extremo, porque el chovi­nismo no tiene sitio en la filosofía; ni porque me entusiasme la gran alianza angloamericana contra el mundo de la cual tanto oímos ha­blar hoy en día, aunque Dios sabe que a esa alianza le deseo la mejor fortuna y que Dios guíe sus pasos. Lo digo porque creo sinceramen­te que, en el terreno de la filosofía, el espíritu inglés tiene los pies so­bre el camino más sensato, sólido y verdadero, tanto en el aspecto in­telectual como en el práctico y moral. La mente de Kant es el más raro e intrincado de todos los posibles museos de chucherías y anti­guallas, y los conocedores y aficionados siempre querrán visitarla y contemplar sus maravillosos y excitantes contenidos. La actitud del querido viejo con respecto a su trabajo es perfectamente encantado­ra. Y sin embargo en el fondo -y confieso que tiemblo ante la idea de hacer tal afirmación ante algunos de los aquí presentes- en el fondo es, en realidad, una mera curiosidad, un "ejemplar". Quiero decir con esto algo perfectamente definido: creo que Kant nonos lega un solo concepto que sea al mismo tiempo indispensable para la filosofía y que la filosofía no poseyera antes de su llegada, o que no habría ad­quirido inevitablemente después de Kant por la simple maduración de la reflexión humana sobre las hipótesis que le sirven a la ciencia para interpretar la naturaleza. El verdadero camino del progreso fi­losófico no pasa, en mi opinión, y para decirlo en pocas palabras, a través de Kant, sino alrededor de él, para llegar a construirse una ple­nitud adecuada prolongando en forma más directa las anteriores lí­neas filosóficas inglesas.

Permítanme, al concluir esta charla y liberar su atención del es­fuerzo al que tan amablemente la han sometido, expresar mi espe­ranza de que, en esta maravillosa costa del Pacífico, de la cual está to­mando posesión nuestra raza, el principio del practicalismo en el cual, como en toda la tradición filosófica inglesa, me he esforzado por interesarlos, volverá por sus fueros y, en sus manos, nos ayudará al res­to en nuestra lucha por alcanzar la luz.